Del todos contra Rajoy a todos contra Iglesias
En la primera parte parecía que la estrategia del debate estaba cantada: todos contra Rajoy. Pero en el segundo bloque, las dagas volaban en todas direcciones y al final acabó en un todos contra Iglesias, que también tenía su lógica. La división entre lo nuevo y lo viejo se esfumó. La lógica izquierda derecha acabó con ella. Sánchez era el que más arriesgaba, y logró acabar la noche con la mandíbula intacta, sobre todo porque Iglesias no quiso atacarle para que no fuera dicho que no quería pactar, Rivera tampoco demasiado porque ya había pactado con él, y Rajoy lo justo porque sabe que si alguna posibilidad tiene de poder seguir gobernando, depende de que Sánchez se la conceda. Rajoy se mostró seguro y eficaz en las réplicas, pero sus esfuerzos por apelar una y otra vez a los buenos resultados económicos pese a la herencia recibida sonó demasiado a argumentario desgastado. Muchos debieron preguntarse por qué, teniendo habilidades dialécticas, había sido tan cobarde como para no acudir al debate la campaña anterior. Pero el tono soberbio con el que se dirigió a sus adversarios, presentándoles como becarios novatos que no han hecho los deberes, arruinó el resultado final.
El socialista sabe que en estas elecciones se juega la supervivencia política y se le notó. Sabe que si Iglesias le pasa por delante, su horizonte se llenará de nubarrones, por eso se empleó a fondo en tratar de parar la hemorragia electoral que le desangra presentando al candidato de Podemos como alguien interesado no tanto en aplicar políticas de izquierda como en ocupar el poder, algo que resultaba contradictorio con la situación, pues se supone que ese ha de ser el legítimo propósito de cualquiera que se presente a unas elecciones. A base de repetirlo, Sánchez logró dejar claro su mensaje, pero se equivocó en la mesura: después de repetir más de una decena de veces que no había podido presidir un gobierno progresista por culpa de Iglesias, más que una acusación parecía ya un problema de digestión.
Pero fue Rivera quien en realidad asumió el rol de rejoneador de Iglesias una vez convertido este en enemigo común. Y así es como pudimos ver a un Rivera más seguro, más incisivo y con más aplomo, pero también más marrullero, porque fue el que más recurrió a la insinuación y a la estrategia del "difama que algo queda". Al final del debate quedaba ya muy poco de aquel Rivera conciliador, capaz de dialogar con todos y tender puentes a izquierda y derecha. Lejos del espíritu de bar del Tío Cuco, salió un Rivera bulldog de dientes afilados y mirada torva, y más de una señora debió pensar que ya no le gustaría tanto como yerno en la mesa de Navidad.
Pablo Iglesias, el fajador de la noche, era el único al que le bastaba con no arriesgar, y no lo hizo. Si quería seguir arañando espacio socialdemócrata, tenía que proyectar sobre todo una imagen de moderación, y a ello se dedicó, encajando sin perder la compostura los golpes al hígado que iba recibiendo, con la secreta y meliflua satisfacción de que cuanto más le atacaban, mejor le iba.
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