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Tribuna
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El momento pluralista

Ya no hay una división única y antagónica izquierda-derecha o progresista-conservador

La filósofa belga Chantal Mouffe.
La filósofa belga Chantal Mouffe. Claudio Álvarez

Chantal Mouffe, referente ideológica de Podemos, ha defendido recientemente en estas páginas que vivimos un momento “pospolítico”, en el que la globalización ha desdibujado la frontera entre derecha e izquierda. Esta pérdida de antagonismo entre los dos polos que sostenían la democracia liberal ha degradado el demos a categoría de “zombi”, y su lugar ha sido ocupado por el capital financiero. Para devolver al pueblo la voz confiscada por las élites, Mouffe propone el populismo, apelando a “la movilización de los de abajo frente a los de arriba”.

Caben varias objeciones. Es cierto que las fronteras tradicionales entre izquierda y derecha se han transformado, pero de ello no se colige que el capital haya tomado el poder que antes ostentaba el pueblo. El día 26, España celebrará unas nuevas elecciones que hace pocas semanas muchos analistas descartaban porque los partidos estaban sometidos a la presión de los mercados, los organismos económicos internacionales y la Unión Europea, y al final tendrían que ceder para poner en marcha un Gobierno. Sucedió lo contrario. Los partidos demostraron que gozaban de soberanía y autonomía, antepusieron sus incentivos políticos y mandaron la conspiración al diablo.

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Donde Mouffe dice pospolítica, es mejor hablar de escenario posmoderno. La posmodernidad ha diluido los clivajes ideológicos tradicionales, pero no ha llevado a la homogeneización del pueblo. Al revés, la división izquierda-derecha ha dado paso a un escenario pluralista, que es el reflejo de una sociedad individualista. Las sociedades modernas han experimentado un poder creciente de decisión en todas las esferas vitales, del consumo de ocio al cultural o de medios de comunicación. Y esa demanda se ha llevado también a la política: no es que la democracia haya menguado ante el avance del capitalismo, es que el individualismo exige ahora un papel mayor en la democracia.

Ya no hay una división única y antagónica izquierda-derecha, hay decenas de divisiones que han fragmentado el demos y el sistema de partidos. Las clases sociales se han multiplicado y la conciencia de clase se ha mitigado. Los votantes ya no quieren comprar el paquete ideológico completo tradicional (progresista o conservador), sino tomar un puñado de cerezas de cada árbol político. La paradoja es que este empoderamiento posmoderno del individuo lo convierte en un votante volátil y, por tanto, difícil de representar.

Ante esto, el populismo retoma la vieja política de bloques. Mouffe sostiene que la democracia liberal se asentaba sobre la pulsión antagónica de dos principios “irreconciliables”: la libertad, que defendía la derecha; y la igualdad, que abanderaba la izquierda. Y que, diluida la frontera izquierda-derecha, urge encontrar una nueva división en sujetos políticos antagónicos. Sin embargo, la democracia no se sostiene sobre la idea de una libertad y una igualdad irreconciliables, sino complementarias y necesarias.

La democracia no se sostiene sobre la idea de una libertad y una igualdad irreconciliables, sino complementarias y necesarias

Montesquieu define la libertad como el derecho a hacer “todo lo que las leyes permiten”. Afirma que “los hombres nacen iguales, pero no podrían conservar esta igualdad (...) si no es en virtud de las leyes”. Es decir, que igualdad y libertad no son irreconciliables, sino premisas necesarias del estado de derecho.

Además, libertad e igualdad son los cimientos de la democracia pluralista. Y el pluralismo no se ve amenazado por la globalización ni el capitalismo. En cambio, parece que el populismo sí encuentra difícil encaje en la democracia plural. Con los ideólogos del populismo sucede, de algún modo, como con los del comunismo. Sus patrocinadores aseguran que la teoría es virtuosa pero, por algún motivo, cada vez que se lleva a la práctica, degenera en una aberración monstruosa. Ocurre, claro, porque la teoría no era tan virtuosa.

Mouffe afirma que hay un populismo malo, de derechas, xenófobo, que excluye a los inmigrantes; y un populismo bueno, progresista, que defiende “la igualdad y la justicia social”. Pero no hay tal diferencia. En tanto que el populismo se construye cavando un abismo moral entre el pueblo y el antipueblo, ha de ser siempre excluyente. Los excluidos pueden ser los inmigrantes, las élites económicas, los judíos o los que no son de mi clase social, pero el populismo necesita excluir a una parte de la sociedad para hacerse fuerte.

Es la dialéctica amigo-enemigo de la que hablaba Carl Schmitt, en la que el pueblo se construye por oposición a un “enemigo político”. Una lógica contraria al principio pluralista de la democracia que tiene consecuencias políticas y sociales fatales. Manuel Álvarez Tardío cuenta, en El precio de la exclusión, cómo el discurso del odio en la Segunda República hizo de los adversarios políticos el enemigo del pueblo, contribuyendo a un clima de crispación e inestabilidad.

Afortunadamente, existen diques contra la exclusión. Íñigo Errejón ha explicado las dificultades que encuentra el populismo para avanzar en un Estado donde la sociedad percibe sus instituciones y sus partidos como legítimos. Efectivamente, el descontento político en España no se ha traducido en una crisis de legitimidad de nuestra democracia. Esto es lo que nos diferencia del país que éramos en los años treinta y de los Estados latinoamericanos donde triunfa el populismo. Por eso es el momento de actualizar y reformar nuestras instituciones: son nuestra coraza contra la exclusión, nuestro gran baluarte del pluralismo.

Aurora Nacarino-Brabo es politóloga. @auroranacarino

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