Cuando trabajar cuesta un riñón
Trabajadores del campo de una provincia de El Salvador sufren altas tasas de insuficiencia renal
El Salvador es un país regado de hospitales. Las unidades de urgencias de los centros de salud suelen estar saturadas y con un ritmo digno de ficciones televisivas. La mayor parte de esa acción la provocan las puñaladas o disparos entre las maras (bandas) que atemorizan a un país con una tasa de 117 homicidios por cada 100.000 habitantes. Pero en el Bajo Lempa, una región costera del país, el ajetreo en las clínicas es otro. Sus pacientes no solo responden al perfil de joven pandillero sino al de campesino de mediana edad. Recogedores de algodón, maíz o frijoles a los que el trabajo les ha costado más que dolores de espalda: los pesticidas han acabado lentamente con el funcionamiento de sus riñones. Centenares de vecinos sufren Insuficiencia Renal Crónica, una enfermedad que afecta al 10% de la población global y consiste en la incapacidad del organismo para filtrar la sangre y expulsar los elementos tóxicos en la orina.
Por un lado, los afectados se quejan de que existe una especie de acuerdo tácito entre los profesionales sanitarios que consiste en asegurar que la causa del problema es la falta de ingesta de agua, el tabaco o la nutrición insuficiente. Y por tanto el diagnóstico que les dan es el de hidratarse y mantener hábitos saludables. No obstante, por otra parte se han dispuesto decenas de unidades especiales a lo largo de la comarca y el ministerio del ramo ha elaborado un documento que relaciona directamente la labor en el campo con los tóxicos empleados y las consecuencias en el sistema renal o en alteraciones metabólicas o cardiovasculares. La Organización Mundial de la Salud alerta desde 2007 sobre sus peligros —que sufre una de cada diez personas— y lo incluyó entre sus objetivos del Plan Mundial hace una década.
Lo explica abatido Héctor Miguel Corea González. A sus 46 años, un ojo y un brazo amputados en avatares que no detalla y la calma chicha que caracteriza el carácter de muchos de sus paisanos. Corea aguarda en la entrada del hospital San Pedro Usulután —en la capital del departamento del mismo nombre y de algo menos de medio millón de habitantes— a que pase algo o alguien después de someterse a una hemodiálisis. "No he tenido problemas más que de riñones", sostiene pese a su falta de movilidad. "Recogía algodón y pasaban avionetas fumigando con veneno. En las zanjas echaban tóxicos", recuerda. Le quedan un riñón, un globo ocular y apenas una mitad operativa en un cuerpo agotado.
Todos los que salen de su ración diaria de hemodiálisis dan pasos cansados. La eliminación de residuos de la sangre mediante un aparato externo es la única forma de seguir con vida. Y a ello se agarran, aunque sacrifiquen centenares de minutos en ello. Lo normal es que la enfermedad se haga notar hacia los cuarenta años. Y que su esperanza de vida no alcance los 73 años de media que calculó el Banco Mundial a principios de 2015. Eso depende del estadio de Insuficiencia Renal Crónica en el que se encuentren (hay cinco, por orden de gravedad, y a partir del tercero ya se requiere hemodiálisis) y de las enfermedades asociadas: diabetes, hipertensión, etcétera.
"Íbamos sin guantes y nada, metíamos la mano dentro de la bomba para limpiarla, y, aunque ahorita no tenemos padecimientos renales, puede ser que en un futuro aquello tenga consecuencias para nuestra salud", expresaba José Noé Reyes, el líder de una comunidad de Bajo Lempa, al diario nacional La Prensa Gráfica el año pasado.
Entonces, el ministerio cifraba en 3.700 las consultas anuales por Insuficiencia Renal Crónica en este centro médico de Usulután: 300 pacientes y una inversión de 500.000 dólares dentro del programa 'Fortalecimiento del Sistema de Salud' del Banco Mundial. Una investigación reciente del Instituto Nacional de Salud arroja una prevalencia de un 17,9% en adultos. Casi el doble de la media mundial, cercana al 10%. "En 2009 empezaron los primeros dolientes", cuenta doctor Ronaldo Portillo, de la Unidad Especial de Afectados. Este médico de 31 años señala el mal uso de agroquímicos en las zonas rurales como la causa principal. "En todo 2015 hubo 900 afectados en la provincia de Usulután, la mayoría en Jiquilisco [uno de los municipios de esta bahía de manglares atravesada por el río Lempa]", señala.
Cerca de allí, en el municipio de San Luis Talpa, de 21.000 vecinos, se encuentra Salvador A. Menéndez. Es uno de los alcaldes que más ha levantado la voz por este problema, como se puede comprobar al preguntar por él en cualquier establecimiento próximo, ya sea un puesto de pupusas (orgullo gastronómico nacional) o una gasolinera. Su lucha por la retirada de un almacén de tóxicos en un valle de su circunscripción o sus frecuentes declaraciones en medios de comunicación le han dado una fama controvertida. No pasa desapercibido.
Menéndez atiende a medianoche en el despacho del complejo hotelero que regenta. Sentado en uno de los sillones de piel, el alcalde sostiene que "hay un tsunami de Insuficiencia Renal Crónica en el país" y sostiene que el Gobierno central no quiere que se conozca. "No sabemos qué va a matar más en El Salvador, si la violencia o el veneno de las plantaciones", añade. "Los nefrólogos son nuestro peor enemigo. Dicen que las causas son el licor, el sudor, el sol o las bebidas azucaradas, pero no hablan de los casos de cáncer o deformaciones congénitas por culpa de las fumigaciones o las semillas modificadas". Asegura que su experiencia como azote del sistema sanitario nacional se traduce en una rebaja al 5% de la incidencia en su pueblo, al tiempo que denuncia tres atentados hacia su persona por elevar estos casos ante al Ministerio de Agricultura.
"Los riesgos por la manipulación de productos tóxicos en El Salvador afectan a la salud de las personas y al medio ambiente", concluye un informe sobre la manipulacion de pesticidas en el país publicado en agosto de 2014 por la revista científica Occupational Diseases and Environmental Medicine. El documento se elaboró mediante entrevistas a 42 hombres mayores de edad entre enero y junio de 2011 y resuelve: "Todos tenían una relación directa con las actividades agrícolas y bajos niveles de educación (el 19% eran analfabetos y el 55 % sólo hasta educación primaria). La mayoría había sido expuesta más de 10 años a varios tipos de plaguicidas peligrosos y el 63% vierte envases vacíos de estos en los campos". Además, los entrevistados no usaban equipos de protección completa y utilizaban "algunos componentes que son legales en El Salvador, pero están prohibidos en otros países". Y añade el documento: "Hay una legislación inadecuada y una mala aplicación de la ley para prevenir el mal uso de pesticidas en El Salvador".
¿Soluciones? La clave, apuntan los consultados, pasa por la prevención. Y por endurecer las leyes contra las multinacionales, habilitar más unidades especiales o mejorar las condiciones de trabajo. Es decir, preocuparse más por los ciudadanos. Ardua tarea, no obstante, en una nación de 6,2 millones de habitantes extorsionada por las pandillas. Una quimera a nivel mundial que en El Salvador significa una larga travesía por el desierto. Un recorrido que muchos, encima, realizan sin agua ni riñones.
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