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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El botellón que hacen los jóvenes y pagan los padres

Es ridículo imponer multas de 600 euros que los infractores no pueden pagar

Jesús Mota
Empleados municipales limpian los restos de un macrobotellón
Empleados municipales limpian los restos de un macrobotellónJaime Villanueva

Pues resulta que en un ataque de lucidez, el Ayuntamiento madrileño va a pedir a la Comunidad de Madrid que reduzca las sanciones vigentes por consumir alcohol en la calle, pensadas para castigar el llamado botellón. Si un joven mayor de edad es sorprendido consumiendo alcohol en la calle recibe, según la ley actual, una multa de 600 euros; si es menor de edad, de 500 euros. Esa misma ley no prevé que la sanción pueda cambiarse por servicios sociales o charlas edificantes en contra del consumo del alcohol. En resumen, Madrid, bajo la ordenanza de la Comunidad, tiene dictada una especie de Ley Volstead que se aplica a las concentraciones de jóvenes organizadas para beber y con el objetivo de prevenir la acumulación de basuras, ruido y molestias para los vecinos.

Pero el quid de toda ley está en si cumple la finalidad para la que fue redactada. En el caso que nos ocupa, está vigente desde 2002 y fue reformada (para endurecerla) en 2012, fecha en la que se duplicaron las sanciones. ¿Ha servido este cuadro de multas sangrientas para reducir el botellón? Pues no. Como bien sabe la policía municipal, las concentraciones amigables (y pringosas, por la basura que dejan) de bebedores son cuestión de rentas (que no han aumentado precisamente en los últimos años) y de estación (en invierno disminuyen, en verano aumentan); y cuando se producen macrobotellones (mil personas o más compartiendo litronas y vino de quemar) las fuerzas del orden (municipal, se entiende) ni siquiera intervienen. Carecen de medios para ello. Si lo hicieran, el riesgo para el orden público sería superior al beneficio obtenido por mantener limpia una plaza o un parque público.

No es difícil entender por qué una norma tan restrictiva y rigurosa está fracasando estrepitosamente. Cegados por el instinto de aplicar mano dura, los autores de la ley no cayeron en la cuenta de que un joven que hace botellón, mayor o menor de edad, no tiene —por lo general— dinero para pagar 500 o 600 euros. Así que, en el mejor de los casos, este tipo de multas confiscatorias las pagan los padres. Como no hay pena sustitutoria (servicio social), las mentes preclaras que redactaron la norma no han conseguido intimidar al consumidor de litronas en espacios públicos, pero a cambio han elevado en varios grados la irritación de los progenitores. Estas soluciones al modo del que asó la manteca recuerdan la melonada de castigar con multas elevadas a los mendigos que duermen, piden o se orinan en las calles. El resultado práctico es ridículo, menos que cero, puesto que a cualquiera se le ocurre que los sin techo carecen de recursos para pagar multas.

Ante tanta sinsorgada, generada por ese impulso tan hispano y dañino que se verbaliza en el ¡se van a enterar! o ¡esto lo arreglo yo con una buena multa!, la actitud del Ayuntamiento parece más sensata y eficaz. Sustituir multas que no se cobran por servicios sociales, charlas virtuosas o actividades disuasorias es, si no más práctico, menos ridículo y, a largo plazo, más seguro. Mejor convencer que castigar, sobre todo si quien recibe el castigo no ha cometido la infracción.

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