Manolo
Le respetaba tanto que disentir de su opinión me obligaba a repensar la mía. Necesitaba saber lo que opinaba para poder opinar
Celebrar los 40 años de EL PAÍS es seguir echándole de menos. Los más jóvenes, los que no han tenido la suerte o la desgracia de emborracharse de política hasta la inconsciencia, adicción que cultivamos con metódico ardor los adolescentes de aquella época, quizás no lo entiendan. Para mí, fue una pieza clave de la juventud, del pensamiento, del difícil proceso que desemboca en la formación de una personalidad propia, definida. Todos los lunes compraba el periódico con inquietud, y sólo los lunes leía la contraportada antes que los titulares. ¿Qué habrá escrito Manolo hoy? Necesitaba saber lo que opinaba para poder opinar. Cuando estaba de acuerdo con él me sentía feliz pero, a la larga, resultaba mucho mejor lo contrario. Le respetaba tanto que disentir de su opinión me obligaba a repensar la mía, a reflexionar con una disciplina implacable, porque él me enseñó que en el columnismo, en la literatura y en la vida, las preguntas son mucho más importantes que las respuestas. Tal vez hoy, en estos tiempos de individualismo feroz y orientado a la trivialidad, cuando la rebeldía consiste en tatuarse el cuerpo, perforarse la piel y teñirse el pelo de azul, parezca un ejercicio de borreguismo, pero entonces no existía un calor comparable al de la compañía, una comunión tan sagrada como la fraternidad. Yo la encontraba en sus palabras, ácidas y precisas, siempre certeras, con la justa dosis de mala leche que preserva la ironía para impedir que desemboque en la amargura. Y le recuerdo hoy porque uno de los regalos que me ha hecho la vida es poder celebrar un lunes, en este espacio que siempre será más suyo que mío, la memoria y la inteligencia, la libertad, la decencia y la integridad de Manuel Vázquez Montalbán, mi maestro.
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