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Columna
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Criatura

Frankenstein nos hace temblar pero luego sentimos irresistible simpatía y hasta cariño por él

Fernando Savater

El volcán Tambora convirtió en invierno los meses del verano de 1816. El poeta Percy B. Shelley acudió con Mary Godwin, su nueva compañera, a casa de lord Byron en Villa Deodati, junto al lago de Ginebra. Acompañados por William Polidori, médico personal de milord, pasaron las noches heladas junto a la chimenea leyendo cuentos alemanes de fantasmas. Luego decidieron competir a ver quién escribía la historia más terrorífica. Byron esbozó un fragmento, protagonizado por un vampiro (más tarde Polidori recogió el tema y patentó a lord Ruthven, abominable progenitor de Drácula y todos los demás), y Shelley perdió el tiempo en borradores. La dulce e inteligente Mary escribió Frankenstein o el moderno Prometeo:primer premio, sin discusión.

El verdadero protagonista de la novela no es el doctor así llamado sino su criatura anónima, a la que ya todos conocemos por su apellido lo mismo que es un Ford cada auto fabricado por el industrial Henry. La criatura es un monstruo capaz de explicarse a sí mismo: “Soy malo porque soy desgraciado”. El director James Whale, el actor Boris Karloff y el maquillador Jack Pierce acuñaron su imagen definitiva, un gigante de paso incierto y fuerza incontrolable, acosado por la muchedumbre asustada. Hecho de trozos de cadáveres, como cualquiera de nosotros (Shakespeare dijo que estamos “tejidos con la materia de los sueños”, pero el sentido es el mismo). Frankenstein nos hace temblar pero luego sentimos irresistible simpatía y hasta cariño por él. Tras la apariencia más distinta espera el semejante, conjurado por la palabra “amigo”. La vida de Mary Shelley, libros, activismo femenino y amores (uno fue Próspero Merimée), acabó a los 53 años por un tumor cerebral. La misma dolencia que mató dos siglos después a su mejor lectora. Ayer hizo un año.

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