En busca de un hijo
La maldad existe, no hay que cederle todos los actos inexplicables que puede cometer un ser humano a la locura
No deja de resultarme chocante en el caso de Asunta, la niña asesinada hace dos años, que fueran sus padres los que decidieran acabar con ella. Hay madres y padres asesinos, los hay, pero cuando se conoce, por experiencia propia o por la de amigos, la angustia que conlleva un proceso de adopción casi todos los finales resultan posibles menos el de truncar una vida que se ha deseado tanto. Es como si una mujer que se hubiera sometido a uno de esos desestabilizadores tratamientos hormonales para quedarse embarazada tratara luego de librarse de la criatura que tanto le costó concebir. Los psiquiatras no se cansan de repetir el diagnóstico: la maldad existe, no hay que cederle todos los actos inexplicables que puede cometer un ser humano a la locura. Cierto. Pero estremece pensar que aquella madre, Rosario, y aquel padre, Alfonso, que en su día asistieron a las charlas que habrían de prepararles para alcanzar el certificado de idoneidad, los mismos que hubieron de someterse a análisis médicos y psicológicos, viajaron a China con una comprensible ansiedad, se trajeron a la criatura en el camino de vuelta y habituaron su hogar para que se convirtiera en el entorno saludable en el que habría de crecer una niña, esa pareja, sería la misma que la envenenaría durante meses como tratamiento previo para un final fatal. Más sorprendente aún parece porque la pareja Porto-Basterra tuvo suerte y su hija creció sana y destacó en el colegio por ser una niña brillante y aplicada. Para colmo, la no confesión de culpabilidad de los sentenciados ha convertido el caso en un enigma, porque si hay algo que necesitamos los seres humanos son explicaciones: confesión y arrepentimiento.
Estoy convencida de que nadie se habrá quedado más perplejo ante este siniestro asesinato que los padres y madres que atravesaron el difícil camino de la adopción. Dado que con frecuencia se suele viajar en grupo, la pareja será recordada, con más aprensión incluso, por aquellos que viajaron junto a ellos a por sus niñas al otro lado del mundo. Son dos años como mínimo en un proceso plagado de incertidumbre y angustias. Eso es lo que cuenta Daniela Fejerman en una admirable película, La adopción, que acaba de estrenarse y que corre el peligro de pasar de puntillas si no nos damos prisa en recomendarla. Daniela ha construido una historia que conoce bien porque ella misma viajó con su pareja hace siete años a Ucrania. Fueron dos meses entre Kiev y Lugansk que pusieron a prueba el amor de la pareja y la esperanza de conseguir aquello por lo que habían dejado aparcados la vida y el trabajo. La experiencia diaria ofrecía a menudo situaciones tan disparatadas y desesperantes que Daniela fue animada por sus amigos a escribir todo aquello que estaba viviendo. Se trataba de la tensión entre el deseo desesperado de ser padres y estar dispuestos a tragar con lo que fuera y la marrullería de los intermediarios que trataban de sacar provecho de esos extranjeros que viajaban a su país para cumplir un sueño al que habían dedicado demasiado tiempo como para volverse a casa con las manos vacías.
Daniela no rodó la historia en Ucrania sino en Lituania, en Vilnius, una ciudad majestuosa que ha flexibilizado sus condiciones para rodar, convirtiéndose, como sucede entre Canadá y EE UU, en una digna sustituta de cualquier ciudad rusa o ucraniana. El rodaje tuvo una visita de lujo, la del hijo que Daniela había adoptado años atrás, el niño que hoy tiene ocho años y miraba todo aquello con asombro. Trataba, le había adelantado su madre, de toda la aventura que tienen que correr unos padres para buscar a un niño que les está esperando. Meses más tarde, el crío vio ya la película montada. La observó en silencio, con mucho interés, viendo cómo los actores, los estupendos Nora Navas y Francesc Garrido, padecían y se desesperaban por conseguir llevarse a casa a ese niño al que visitaban en un orfanato los días de Navidad de 2009. El niño de la directora era un espectador asistiendo al comienzo de su vida. Cuando la película terminó, preguntó: “¿Y es verdad que papá se peleó?”.
Se peleó, sí, y perdió la paciencia. Ella la mantuvo. Y regresaron hace siete años con una criatura que se aferró a ellos para no soltarlos. Esa experiencia en la que se basa la película de Fejerman contenía elementos de película de suspense. O de cuento de Navidad tan pesadillesco como el del señor Scrooge de Dickens. La historia de La adopción tiene un final, pero no es el definitivo: el final le corresponderá contarlo al propio niño adoptado cuando sea adulto. Es doloroso pensar que el último y prematuro capítulo de la vida de Asunta, tras un viaje tan proceloso de inicio, lo escribieran los encargados de velar por ella. El único consuelo que nos queda es pensar que se trata de una maldad excepcional.
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