Bss
Una cosa es besarse de boquilla y otra mirarse a los ojos, ese exceso de confianza
Jesús estaría contento. Cada vez nos amamos más los unos a los otros. Por lo menos, nos damos más besos que nunca. Nos comemos a ósculos. Sobre todo entre desconocidos. Así, porque sí. Por puro amor al prójimo. Puede una pasarse semanas no ya sin besar, sino sin intercambiar palabra con su pareja, sus padres, sus hijos y sus amigos más íntimos. Ahora, a poco que esté en el mundo, habrá enviado y recibido besuqueos varios de medio planeta al cabo del día. El beso es el nuevo negro de las relaciones personales, que dirían las revistas femeninas. Un comodín de las normas de cortesía. Un básico que queda bien con todo y no compromete a nada. Nos despedimos con besos de los jefes en los correos de empresa. Mandamos besitos a diestro y siniestro en los grupos de WhatsApp donde nos meten los entusiastas de turno. Y le endosamos un besazo al primero que nos ríe las gracias en Twitter: amor con amor se paga.
Luego, nos cruzamos en el ascensor besadores y besados y nos hacemos los suecos de Gotemburgo, que una cosa es besarse de boquilla y otra mirarse a los ojos, ese exceso de confianza. Dicen de los adolescentes, pero los adultos también necesitamos que nos aplaudan, que nos quieran, que nos besen, aunque sea con el beso de Judas. Por eso contamos los “favoritos” y los “me gusta” y los emoticonos de corazoncitos como si fueran las huellas de nuestro paso en la tierra. Y en esas se nos va pasando el arroz. Y la pasta. Y la vida.
La otra noche, escuché de pasada a mi hija de 14 años rebuznarle al micrófono del móvil y partirse de risa al recibir como respuesta un bramido de su penúltima mejor amiga. Menudo pavo salvaje, pensé, instalada en la cima de mi condescendencia. Pero para pavazo, el nuestro. Había en ese rebuzno y ese bramido más alma, más corazón y más vida que en todos los besos, besitos y besazos que había enviado y recibido yo en esa semana. Ahí lo dejo. Bss.
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