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África No es un paísÁfrica No es un país
Coordinado por Lola Huete Machado

Mar de fondo en Mauritania

José Naranjo

Llegada del pescado al puerto de Nuakchot, todo un espectáculo. / J.N.

Al caer la tarde en el puerto de Nuakchot, la capital mauritana, el bullicio es total. La llegada de los cayucos cargados de pescado desata una frenética actividad: decenas de jóvenes van y vienen acarreando sobre sus cabezas las capturas del día mientras los primeros compradores se acercan para tratar de encontrar el precio más barato, sin intermediarios. La escena se repite cada día y, en apariencia, podría parecer una muestra de abundancia y bonanza económica. Sin embargo, la realidad es que estos jóvenes fornidos cobran una miseria por el duro trabajo y se sienten, no ya explotados, sino totalmente excluidos de una sociedad que sólo les tolera como mano de obra barata. Y es que en Mauritania, tierra de apariencias, casi nada es lo que parece y bajo una superficie de aguas en calma se aprecian signos de tempestad: a las tensiones interétnicas de siempre se han sumado ahora las consecuencias de la crisis económica.

Al sur del país, no muy lejos de la frontera con Senegal, hay un lugar llamado Aleg, capital de la región de Brakna. En la prisión de esta ciudad se encuentra encerrado desde el pasado mes de enero el líder antiesclavista Biram Dah Abeid, de 50 años, fundador, en 2008, de la Iniciativa para el Resurgimiento del Movimiento Abolicionista (IRA). Miembro de la etnia haratin, moro negro descendiente de esclavos, su lucha le ha valido un amplio reconocimiento internacional, como el premio Derechos Humanos de Naciones Unidas en 2013, pero también el desprecio y la persecución por parte de las autoridades de un país que ha abolido oficialmente la esclavitud pero que la sigue tolerando. Tras ser encarcelado en varias ocasiones, se encuentra ahora en prisión condenado a dos años por pertenencia a una asociación ilegal, manifestación no autorizada y violencia contra la fuerza pública.

Biram Dah Abeid, líder antiesclavista, se encuentra en prisión en Aleg. / AFP

La escena se repite con demasiada frecuencia. Miembros del IRA se manifiestan en Nuakchot para pedir la liberación de Biram y en ocasiones saltan chispas, como hace unos pocos días cuando las fuerzas de seguridad emplearon la violencia para disolverlos. El conflicto entre la minoría blanca que controla todos los resortes del poder y la mayoría negra que se siente excluida e incluso perseguida no es nuevo en Mauritania y vivió su pico de máxima tensión con los acontecimientos de 1989, en los que una pugna por zonas de pastoreo en el sur del país acabó desencadenando el asesinato de decenas de negros y la expulsión a Senegal de miles de ellos, algunos de los cuales no han regresado aún o si lo han hecho se han encontrado después con sus tierras ocupadas por otras personas.

Que Biram esté pasando penalidades en una prisión de Aleg, convenientemente alejado de la capital en un vano intento de apartar el problema del centro político del país, es más que un símbolo de un viejo problema que está lejos de resolverse. Porque Biram no es sólo un conocido líder antiesclavista, también fue el segundo candidato más votado en las elecciones presidenciales de 2014 en las que arrasó, una vez más, el actual presidente del país, Mohamed Ould Abdel Aziz. Es decir, el líder de la oposición parlamentaria de un país está entre rejas por organizar una marcha pacífica contra una práctica supuestamente abolida en Mauritania desde hace más de treinta años. Cada vez más ciudadanos negros, sobre todo haratines, peuls y wolofs, se atreven a expresar en público su descontento. “En algún momento esto va a estallar”, es la frase más repetida entre ellos.

Manifestación en demanda de la liberación de Biram y sus compañeros en Nuakchot en abril. / AFP

Paradójicamente, el incremento de las tensiones intercomunitarias surge en un año en que el Gobierno ha endurecido su ley contra la esclavitud, a la que ya considera “un crimen contra la Humanidad”, elevando las penas y las indemnizaciones a las víctimas. Sin embargo, de nuevo, esto parece un gesto de cara a la galería más dirigido a contentar a los socios internacionales y a países amigos que un verdadero acto de justicia. Quienes se mueven como pez en el agua en los complejos vericuetos tribales del poder en Mauritania aseguran que “no existe más tensión ahora que en 1989 y entonces no pasó nada”. Ahora bien, incluso la minoría blanca admite que otros elementos preocupantes están echando leña al fuego del panorama socioeconómico como, por ejemplo, el enfriamiento de la economía mauritana que está empezando a dejarse notar entre la población.

La caída de los precios de las materias primas en el mercado internacional, sobre todo del hierro que es el principal producto de exportación del país, pero también del oro o el petróleo, ha tenido un impacto enorme. Las cifras aportadas por el Ejecutivo mauritano hablan de un razonable crecimiento del 5,5% en 2015 y de una inflación más o menos bajo control, números por cierto que la oposición califica de trampas de prestidigitador, pero la verdad es que el peso de la deuda no se reduce y la tasa de paro se mantiene demasiado alta, a lo que se suma el hecho de que la ouguiya, la moneda nacional, está en caída libre. Si desde el Gobierno se trata de enviar mensajes tranquilizadores y se culpa de todo a la crisis internacional, en la calle, entre los comerciantes, los consumidores, los ciudadanos, la sensación general es de que las cosas no van precisamente bien.

Cultivos en el sur de Mauritania.

Para intentar no descarrilar, el Ejecutivo mauritano se aferra a dos mantras: la firma en julio del acuerdo de pesca con la Unión Europea, que estuvo bloqueado durante meses y que generará suculentos ingresos desde que los barcos europeos comiencen a faenar a finales de año, y la inyección económica que ha supuesto la aportación saudí al presupuesto, un apoyo que viene de lejos y que no se hace sin contrapartidas. Y para comprender esto hay que volver de nuevo la mirada hacia el sur. Allí, en el valle del río Senegal, precisamente donde existen las tasas de malnutrición infantil más elevadas del país, se está produciendo la venta de tierras a gran escala a inversores y empresas privadas, nacionales y extranjeras, un fenómeno de acaparamiento denunciado por ONG como Intermón que habla de hasta 200.000 hectáreas del poco suelo cultivable que tiene Mauritania transferidas en los últimos años sin que la población local sea debidamente compensada o incluso informada. Y en este proceso hay compañías saudíes que se están llevando la parte del león.

Mohamed Ould Abdel Aziz, presidente de Mauritania desde 2008. / AFP

Pero la presencia de las monarquías del Golfo en este país no se deja sentir sólo en la economía. La cada vez mayor presencia de mezquitas y grupos religiosos de tendencia wahabita financiados por Arabia Saudí se pone de manifiesto en la creciente pujanza de un islamismo cada vez menos moderado ampliamente tolerado por el Estado. En el barrio de El Mina, Aissatou va cada día al mercado completamente oculta tras un vestido del que solo asoman sus ojos, ni siquiera podemos ver sus manos tapadas con guantes. Esto no es nuevo, pero últimamente es más visible, mucho más evidente. Al igual que la existencia de predicadores incendiarios que lanzan fatuas contra activistas de Derechos Humanos con la plena complacencia del Gobierno.

De cara a Occidente, Mauritania asegura haber hecho los deberes. La firmeza del presidente Abdel Aziz frente a grupos terroristas como Al Qaeda del Magreb Islámico y otros es conocida en toda la región. Ni siquiera la crisis de su vecino Malí ha logrado desestabilizar el país y desde hace seis años no se produce ningún secuestro (el último fue el de los cooperantes catalanes en 2009) y apenas algún atentado terrorista. Ello ha provocado que, por ejemplo, España rebaje su nivel de alerta en determinadas zonas del país, específicamente el corredor costero entre Nuadibú y Nuakchot. Estas son las buenas noticias. Sin embargo, una interpretación más radical del Islam está penetrando desde hace años lenta pero inexorablemente en distintos niveles de la sociedad, sobre todo los más bajos, merced a corrientes llegadas del exterior. Que este radicalismo se transforme en violencia dependerá de muchos factores. Y como casi todo en Mauritania, es difícil de prever.

Elecciones en un barrio de Nuakchot. / AFP

La primera vez que visité este país fue en 2005, justo después del golpe de estado protagonizado por Ely Ould Mohamed Vall, hace diez años ya. Me llamó la atención la pobreza de los barrios populares de Nuakchot, creados en varias décadas a partir de la llegada de decenas de miles de personas que venían huyendo del hambre y la sequía del sur o el interior. En su más de medio siglo de existencia, el país sólo ha conocido gobiernos y presidentes autoritarios o juntas militares, salvo el breve paréntesis democrático de un año, entre 2007 y 2008, con Sidi Ould Cheikh Abdelahi en el poder. En las últimas elecciones, el actual presidente Abdel Aziz, que también llegó al poder mediante una asonada militar luego legitimado en las urnas, ganó con una aplastante mayoría porque casi todos los candidatos de la oposición decidieron no presentarse al no darse las garantías mínimas para que hubiera un proceso justo y equitativo.

Hoy en día gobierno y oposición tratan de ponerse de acuerdo en un diálogo nacional que devuelva una cierta normalidad a la vida política mauritana y abra una posibilidad real de alternancia. Los más agoreros (o realistas) creen que esto es imposible, que Mauritania nunca dejará de ser lo que es, un país dominado por grupos minoritarios blancos que se reparten el poder entre ellos y que presentan de cara al exterior una fachada de democracia occidental. Otros, por el contrario, valoran los esfuerzos hechos en materia de gobernanza, desarrollo y seguridad. Lo cierto es que la pobreza de esos barrios de aluvión de Nuakchot sigue estando ahí, intacta. Eso sí, con todo su laberinto, Mauritania, a donde vuelvo cada vez que puedo, sigue siendo un país maravilloso con una historia y una cultura fascinantes que bien vale la pena conocer y visitar.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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