La caída de la gran raza
La eugenesia fue una corriente poderosa, y el libro de Madison Grant, la biblia de Hitler, su estandarte
El lío va a ser cuando lo descubra Donald Trump. El año próximo, mientras las internas norteamericanas derramen su luz sobre Occidente, se cumplirán cien años de un libro que influyó como pocos en la vida de ese país –y que tantos, después, quisieron olvidar.
Su autor, Madison Grant, había nacido en 1865 en Nueva York, en una de esas familias que se decían patricias porque habían desembarcado en el siglo XVII, cuando había que ser muy pobre para migrar a ese islote salvaje. Grant se educó en Yale y Columbia, se recibió de abogado, no ejerció porque no necesitaba y se dedicó, sobre todo, a la caza mayor. De ahí su interés por las ciencias naturales, que pronto se le volvió monomanía. En 1916, ya cincuentón, publicó su ópera magna: se llamaba The Passing of the Great Race –La Caída de la Gran Raza– y fue un éxito.
La Gran Raza era, por supuesto, la blanca, y el libro se dolía por su supuesta decadencia. Para explicarla empezaba por una clasificación donde dividía a los “caucasoides” –muy superiores a los “negroides” y “mongoloides”– en tres clases. Los “nórdicos” eran los mejores, después venían los “alpinos” y, al final, lacra viciosa perezosa y boba, los “mediterráneos”: griegos, italianos, españoles. De donde su tesis central: la inmigración indiscriminada de esos inferiores estaba destruyendo América; los brutos se reproducían tanto, con tal carga genética, que arruinaban el nórdico pueblo americano. Era una vergüenza, decía Grant, que sus compatriotas “quisieran vivir unas pocas generaciones de vida fácil y lujosa” importando esa mano de obra barata que arrasaría su raza.
América se derrumbaba, pero Grant le ofrecía sus soluciones: para los casos más extremos de la degradación proponía “un rígido sistema de selección a través de la eliminación de los débiles o incapacitados –los fracasados sociales– que en cien años nos permitirá deshacernos de los indeseables que colman nuestras cárceles, hospitales y manicomios”. Ni siquiera era necesario matarlos, decía: alcanzaba con esterilizarlos. “Es una solución práctica, piadosa e inevitable que puede ser aplicada a un círculo creciente de desechos sociales, empezando por el criminal, el enfermo y el loco para extenderla gradualmente a los tipos que podríamos llamar ya no defectuosos, sino débiles, y por fin a los tipos raciales inútiles”.
La eugenesia era una corriente poderosa, y La Caída fue su estandarte. Su prédica funcionó: pocos años después la Suprema Corte americana declaró constitucional la esterilización de los “débiles mentales”. En la década siguiente unas 60.000 mujeres fueron esterilizadas.
Fue uno de los grandes éxitos de Grant y los suyos; el mayor llegó cuando su insistencia consiguió acabar con la inmigración que había conformado su país. La Inmigration Act promulgada en 1924 por un Gobierno republicano estableció cuotas que limitaban al máximo la llegada de italianos, polacos, chinos, japoneses, judíos varios y cerró la primera gran ola migratoria americana.
La Caída de la Gran Raza se reimprime cada tanto, aunque sus editores no se atreven a poner en tapa la opinión de Adolf Hitler: “Este libro es mi biblia”. Dichas así, a lo bestia, sus ideas pueden sonar intolerables o ridículas. En su momento se consideraban científicas y produjeron efectos importantes: su recuerdo sirve para preguntarse qué ideas que tomamos en serio parecerán ridículas o intolerables en unas pocas décadas. Y, de todas formas, tras el mínimo barniz de la corrección política, sus conceptos reaparecen en cada patera mediterránea, en cada Trump gritando, en tantas charlas de café.
Madison Grant murió en 1937. Su libro se estudiaba, sus ideas influían, sus discípulos medraban. Él, mientras tanto, obsesionado por conservar, había dedicado sus últimas décadas al ecologismo, y descolló: se le debe, dicen, la supervivencia del bisonte y otras grandes bestias que el hombre amenazaba.
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