La bruja
A veces una cáscara de desesperación helada me cubre por dentro y a lo mejor el tarot puede decirme por qué me pasa

Estoy en un hotel de Santiago, Chile. Los días son más largos que los de otros inviernos: como no han cambiado el horario, el sol se pone tarde en este año en que el país parece dispuesto a discutirlo todo: la legalización de la marihuana y el aborto, la posibilidad de que los homosexuales adopten. Escucho en los noticieros argumentos a favor y en contra y de pronto tengo la sensación de haber escuchado todo esto antes, en otras partes, y me siento harta, desolada. Como si me faltara algo y no supiera qué. Y hago una estupidez que nunca he hecho antes. Salgo del hotel, camino hasta una galería que está a la vuelta y busco el local sórdido que vi ayer y en el que un cartel anunciaba “Tarot”. Cuando lo veo, entro sin pensar, como quien se somete a un experimento. Detrás del mostrador hay una mujer vieja. Saludo, consulto, me dice un precio. Acepto (no tengo parámetros, no sé si es caro, no sé cuánto dura) y me hace pasar detrás de un biombo. Me pide que le pague antes (como se paga por sexo: antes). Saca un mazo de cartas. Me pregunta si quiero saber algo sobre el amor. No. ¿Sobre el trabajo? No. Me mira como si ella fuera un pájaro y yo un insecto y entonces, arrebatada por una euforia culposa, le digo la verdad (sabiendo que sonará a mentira): que a veces, no siempre pero a veces, me quedo mirando una pared o, como ahora, un televisor, y siento que una cáscara de desesperación helada me cubre por dentro y que a lo mejor ella puede decirme por qué me pasa: de dónde viene eso. La mujer me mira y, siete grados por encima del desprecio, me dice: “Usté me está güeviando”. Louise Glück escribió: “A veces un hombre o una mujer imponen su desesperación /a otra persona, a eso lo llaman / alternativamente desnudar el corazón, o desnudar el alma”. A veces, me digo, eso no se logra ni pagando.
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