Grecia
Esas personas llorando ante las puertas de los bancos son iguales a las que lloraban ante las puertas de los bancos en la Argentina en 2001
Grecia: se dice fácil. Yo no puedo leer las noticias que llegan desde allí sin sentir escalofríos. Esas personas llorando ante las puertas de los bancos son iguales a las que lloraban ante las puertas de los bancos en la Argentina, en diciembre de 2001, cuando la economía mostró la mugre sobre la que se había sostenido y se llevó, en su río de pus, todo. Buenos Aires fue, por aquellos días, postal de guerra bárbara. Era verano. Yo estaba aprendiendo a bailar el tango y me pasé esos meses de estrago bajando a los subsuelos gimoteantes de las milongas porteñas, abrazándome a cuerpos desconocidos sin hablar, sin preguntarles nada. En las milongas —raquíticas porque no iba nadie, porque nadie tenía para pagar la entrada—, bailábamos y callábamos, aves de la noche enredadas en el pacto tácito de no mencionar la superficie ardiente. Porque allá arriba no había futuro. Los hijos y los hijos de los hijos estaban embargados hasta el fin de los tiempos. Se vivía bajo el ruido perenne de los cacerolazos, entre placas metálicas que, como lápidas, cubrían las fachadas de los bancos. Había remates, quiebras, negocios fundidos. Yo escuchaba la consigna que se gritaba en las calles —que se vayan todos— y me preguntaba qué clase de jauría huérfana seríamos después, cuando se fueran todos: qué parias sobre la tierra. Acá era el fin del mundo y el mundo estaba cada vez más lejos. Los Gobiernos de otros países nos decían: ahí tienen, ciudadanos irresponsables, ustedes se lo buscaron y ahora lo van a pagar. Yo no sentía furia sino desprecio y la seca convicción de que a nadie le importaba: de que todos sentían alivio —humano: miserable— porque no les estaba sucediendo a ellos. “Nunca preguntes por quién doblan las campanas. Doblan por ti”, decía John Donne. Pero ya nadie lee a los poetas. ¿O sí?