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Conversaciones entre escombros

Dos meses después del terremoto que sacudió el país, las consecuencias aún son visibles En las zonas rurales más remotas, la situación todavía es crítica

Tras el seísmo, 85.000 niños con malnutrición han necesitado tratamiento o suplementos alimenticios.
Tras el seísmo, 85.000 niños con malnutrición han necesitado tratamiento o suplementos alimenticios.P. moraga

―Yo estaba dentro de mi casa. El suelo comenzó a temblar mientras comía; las paredes también se movían y quedé paralizado por el miedo. Jamás había visto algo así. Después, los muros y el tejado se derrumbaron.

Cuando habla, Dhan Bahadur Tamang gesticula escuetamente, muestra sus manos endurecidas por el trabajo, sus dedos anchos. Dhan Bahadur tiene 71 años. Los tiene, sobre todo, en su cara: en las arrugas de su frente, en las profundas líneas que rodean sus ojos, en su piel tan curtida por el sol. Alguien escribió que hay rostros que contienen biografías. El rostro y las manos de Dhan Bahadur cuentan la historia de una vida entre montañas, una vida campesina, en ocasiones tan difícil, sin todas esas comodidades que en los países más o menos ricos, por tan impuestas, pensamos naturales ―y, obviamente, no lo son―.

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―Quedé sepultado por los escombros —continúa―, totalmente sepultado. No podía ver nada y sentía un gran dolor en todo el cuerpo. Así pasé algunas horas. Pensé que moriría, pero algunos vecinos consiguieron rescatarme. Quitaron las piedras que me cubrían y me encontraron.

La mujer de Dhan Bahadur estaba almorzando en la misma casa. Sin embargo, cuando los vecinos de su aldea consiguieron encontrarla, ya era demasiado tarde. Hallaron su cuerpo sin vida después de cuatro días de búsqueda agotadora. No tenían máquinas y debieron apartar todos los escombros con la única fuerza de sus brazos:

―Hasta ahora ningún grupo ha acudido para ayudarnos. Ni la policía, ni el ejército. Nadie. Por eso tardamos tanto tiempo en encontrar a mi mujer...

Dhan Bahadur vive en Kudare, una pequeña aldea escondida entre montañas, en el distrito de Sindhupalchok.

La devastación es total a su alrededor. Como una obra de arte conceptual y siniestra en medio de la nada, las vigas de madera quebradas, las piedras que antes eran casas, tanto polvo flotando. La burla de un ser superior. Es uno de esos paisajes que te hacen hablar flojito. Dhan Bahadur lo hace atropelladamente, con una voz aflautada y peculiar. A veces, se intuye, con una mezcla de rabia e impotencia. En varias ocasiones se detiene de golpe para pensar, mantiene el silencio durante segundos: no encuentra las palabras, le faltan. Unas banderas de oración tibetanas ―blancas, azules, amarillas, verdes, rojas; repletas con inscripciones en sánscrito de mantras budistas― ondean al viento, recuerdan a los muertos.

Nepal es el país menos desarrollado de la región: según el PNUD, el 23,82% de su población es pobre

―Soy mayor para trabajar en el campo ―me dice Dhan Bahadur―, ya no tengo las mismas fuerzas que antes. Hasta ahora podía mantenerme porque tenía algunos animales en mi casa: dos cabras, un buey, algunas gallinas. Pero ellos también han muerto, lo he perdido todo...

―¿Entonces qué vas a hacer?

―No tengo ni idea, no sé qué voy a hacer, lo he perdido todo...

Ocurrió durante un sábado, 25 de abril del 2015. Eran las 11:56 de la mañana. Millones de nepalíes notaron durante varios minutos cómo la tierra temblaba. Millones salieron a las calles, asustados; millones vieron cómo sus casas caían. Se trataba de un terremoto de 7,8 grados en la escala de Richter. Durante las semanas posteriores las réplicas se sucedieron. Y días más tarde, el 12 de mayo, otro potentísimo seísmo ―de 7,3 grados― volvió a sacudir el país. Todavía es difícil conocer las dimensiones reales de la devastación de ambos terremotos. Se hacen cálculos, estimaciones. Unos pocos minutos fueron suficientes para acabar con la vida de 8.702 personas. Más de ocho millones ―el 30% de la población nepalí― han sido afectadas de una manera u otra.

―Estaba recogiendo agua para los animales, en la fuente. Entonces el terremoto hizo temblar la tierra. Recordé que mi bebé estaba dentro de casa y salí corriendo hacia él. Cuando lo encontré, lo agarré entre mis brazos. Intenté escapar de allí, pero era imposible: había tardado demasiado y la casa se derrumbó con nosotros dos dentro. Traté de proteger al bebé contra mi pecho, mientras los escombros me golpeaban la espalda.

―¿Qué pensaste en ese momento?

―Yo sólo pensaba en mi bebé...

Ganga Bharati y su hijito de catorce meses, permanecieron durante cuatro horas ocultos bajo los escombros, sin poder moverse, completamente inmóviles.

―Todo estaba muy oscuro. No podía ver nada. Creía que ninguno de los dos sobreviviríamos, que tan sólo era cuestión de tiempo. Comencé a llorar por mi bebé: pasaban y pasaban las horas y nosotros seguíamos allí abajo, enterrados entre los escombros.

Ganga tiene veintidós años, un arito dorado en la nariz, dos pendientes en cada oreja, la piel morena. Lleva un chal muy largo sobre el hombro; una blusa color rojo intenso; sus pantalones son anchos, azules.

―Mis vecinos consiguieron encontrarme con vida. Recuerdo que me molestaba mucho la luz, pero estaba contenta porque mi hijo y yo habíamos sobrevivido. Justo después vi todo lo que había sucedido a nuestro alrededor: todas las casas derruidas, la aldea completamente destrozada... Volví a sentirme muy triste y pensé: ¿qué vamos a hacer ahora...?

Ganga tiene una voz suave, tierna. Mientras habla, se preocupa por darle el pecho a su pequeño. De vez en cuando le dedica una sonrisa dulce, tímida, tan leve, con un ligero semblante de tristeza ―pero una sonrisa, a pesar de todo―.

―¿Y tu marido? ¿Dónde se encontraba él?

―No, mi marido está muy lejos de aquí.

―¿En otro país?

―Sí. En Arabia Saudí...

Las agencias de la ONU calculan que todos los años alrededor de 300.000 nepalíes emigran a países de Oriente Medio, del Golfo Pérsico, del Sureste Asiático o La India. Muchos proceden de pueblitos como este. En algunas aldeas de la zona la mayoría de los hombres en edad laboral han marchado a otros lugares; apenas quedan unos pocos ancianos, niños, muchas mujeres. Prácticamente los únicos ingresos que reciben estos montañeses son las remesas de sus familiares. Son agricultores, pero producen tan poco que no pueden permitirse vender sus cosechas. Además, los mercados normalmente quedan lejos y las vías de transporte son difíciles: no existen carreteras, tan sólo estrechos caminos de tierra.

Ganga, como tantas otras mamás de la zona, está completamente sola.

―Mis papás viven en Katmandú desde hace años ―continúa―. Y mi marido se marchó antes del nacimiento de nuestro hijo. Él todavía no lo conoce...

―¿Has conseguido hablar con él después del terremoto?

―No, aún no...

Ganga echa de menos a su marido. Dice, sonrojada, que lo quiere mucho, que se conocieron gracias a sus padres, que fueron ellos quienes les dijeron que debían casarse, que ambas familias llegaron a un acuerdo pronto y que ella se sintió muy feliz. Pero ahora ya ha pasado más de un año desde que su marido se marchó y sólo han podido hablar en contadas ocasiones, a través del teléfono móvil de unos familiares. La última vez fue hace meses. Durante todo este tiempo Ganga ha pensado mucho sobre su marido y sobre Arabia Saudí: imagina un lugar muy difícil para vivir, donde hace mucho calor, donde los trabajos son duros. Ganga todavía no ha recibido ninguna remesa, hace mucho que no sabe nada sobre su pareja. Hasta el momento, ella y el bebé viven gracias al dinero que les mandan de vez en cuando sus padres:

―No es mucho dinero. A veces no es suficiente. Pero sé que muy pronto mi marido conseguirá un buen trabajo, y entonces él nos podrá mandar muchas remesas.

Nepal es un país pequeño ―su superficie es tres veces menor que la de España― ubicado entre gigantes. Comparte fronteras con China e India, dos de los países que han presentado un mayor crecimiento económico durante los últimos años. Sin embargo, la cordillera del Himalaya colocó a Nepal en un lugar privilegiado del imaginario de muchos extranjeros. La mayoría de los alpinistas que tratan de ascender el Everest lo hacen a través de su vertiente nepalí. El año pasado, por ejemplo, había cerca de mil personas instaladas en su campo base. En Nepal se encuentran 10 de las 14 montañas más altas del planeta ―los famosos 14 ochomiles―. El número de picos que superan los 7.000 y 6.000 metros de altitud son incontables. Son muchos los turistas que regresan una y otra vez a Nepal, todos los años, para escalar o practicar senderismo.

La ONU calcula que 315.000 personas de los 14 distritos más castigados por el terremoto viven en áreas inaccesibles por carretera

Nepal también es el país menos desarrollado de la región: según el último informe del PNUD, el 23,82% de su población ―cerca de seis millones y medio de personas― vive por debajo del umbral de la pobreza. Hace tan sólo nueve años, durante el 2006, Nepal puso punto y final a una guerra civil que asoló el país durante una década. Pero, como sucede en todas las guerras, sus consecuencias son visibles mucho tiempo después de los acuerdos de paz y las fotos oficiales. Cuando se produjo el terremoto, Nepal todavía era un país en reconstrucción.

Los habitantes de Kudare han dormido en los refugios que ellos mismos levantaron. Aparecen por todos lados, al costado de los escombros. Son precarias chocitas construidas con madera, plásticos, las mallas de sacos viejos. En ocasiones los tejados son de chapa. En su interior, las familias guardan los objetos que han conseguido rescatar de las casas, se hacinan para pasar sus noches.

La ONU estima que se necesitarán más de 423 millones de dólares para reconstruir el país, pero las ayudas llegan despacio. La situación continúa siendo crítica para miles de montañeses: sus hogares destrozados, los monzones a punto de llegar, las reservas de semillas y comida perdidas ―otra vez, la amenaza de la inseguridad alimentaria...―. La magnitud de la crisis humanitaria se ha agravado por la geografía abrupta, la falta de infraestructuras y la debilidad del Gobierno nepalí.

El OCHA (agencia de la ONU para la coordinación de ayuda humantiria) calcula que alrededor de 315.000 personas de los 14 distritos más castigados por el terremoto viven en áreas inaccesibles por carretera; alrededor de 75.000 en lugares a los que no es posible acceder ni siquiera por aire. En algunas zonas remotas de Sindhupalchok, como en Kudare y en las aldeas que le rodean, ninguna casa ha quedado en pie.

El arroz hierve dentro de una olla metálica, abollada, ennegrecida. Está sobre el suelo, por encima de varias piedras y unos trocitos de madera incandescente. La mujer que parece más anciana da vueltas a la comida; las demás se ocupan de limpiar los platos. Todas están descalzas y sentadas sobre sus propias rodillas. Llevan saris rojos, gastados por los años y por el polvo. Unas niñas de seis o siete se llevan los recipientes para el agua hasta la fuente. Tres o cuatro gallinas se acercan, buscan granos que comer. Los gallos cacarean pero nadie parece hacerles caso. Avanza lento el amanecer, el polvo de los escombros en el aire, los primeros rayos del sol difuminados, la brisa trayendo los olores de tantas plantas.

El bebé de Ganga se ha quedado dormido ―y ella ha vuelto a brindarle esa sonrisa triste, tan suya―. Dice que, desde que ambos quedaron sepultados, el pequeño apenas come nada, llora cada tanto, pero parece que ahora se encuentra mejor.

―¿Te gustaba vivir aquí?

―Sí, claro. Era un lugar precioso: las montañas, los árboles, los campos para cultivar. Me encantaba vivir aquí. Pero ahora, después del terremoto, todo es tan distinto...

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