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ANÁLISIS
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

¿Básica o aplicada? Póngame las dos

En genética, si ha habido una élite de la investigación básica durante todo el siglo XX, han sido los genetistas de Drosophila

Javier Sampedro

Casi todas las dicotomías interesantes del patio acaban resolviéndose desde el primer piso: un paso más de abstracción, más inteligente y sutil, desde donde los dos adversarios irreconciliables empiezan a parecerse mucho. Generaciones de científicos –y lo que es peor, de administradores del dinero para la ciencia— se han dejado devorar por el cisma entre la investigación básica o aplicada.

Los básicos aducen que los grandes saltos conceptuales son imprevisibles, que surgen de la mera curiosidad por entender el mundo, y que generan unas aplicaciones que ni sus propios artífices hubieran llegado jamás a soñar. Los aplicados tienden a considerar a los básicos una élite que desvía los fondos desde los problemas acuciantes hacia los caprichos de unos cuantos genios en pantalón corto con una desmesurada afición por las largas discusiones en el bar de la facultad. Las dos partes tienen algo de razón.

En genética, si ha habido una élite de la investigación básica durante todo el siglo XX, han sido los genetistas de Drosophila. Los anglosajones les llaman fly people que denota “gente de la mosca” y connota la aristocracia del ramo. Solemos asociar la primacía científica norteamericana a la física nuclear y la conquista del espacio, pero lo cierto es que fue Thomas Morgan, el creador de la genética moderna, y su prodigioso laboratorio de la Universidad de Columbia en Nueva York, quienes convirtieron a Estados Unidos en la primera potencia científica mundial. Fue en las primeras décadas del siglo XX, y desde entonces Europa no acaba de levantar cabeza. Entre otras cosas por la gran cantidad de cerebros judíos europeos que tuvieron que salir pitando hacia el otro lado del Atlántico en los peores años del siglo.

Estamos aprendiendo ahora, sin embargo, que el sistema modelo por antonomasia de la genética animal, la misma mosca Drosophila melanogaster que usó Morgan, puede ser un arma esencial para las aplicaciones médicas. No en el sentido conocido de que los avances básicos acaban conduciendo a grandes adelantos aplicados, sino en otro sentido tan trivial que casi se nos escapa delante de las narices. Las mismas ventajas que hacen de la mosca un gran modelo para la biología pura –genoma pequeño, rapidez de desarrollo, fertilidad abusiva— la convierten también en una excelente plataforma para la práctica clínica directa: para convertirla en un modelo de un tipo concreto de cáncer, o incluso de un paciente concreto al que se le acaba el tiempo.

Esa es la visión desde el primer piso que nos ofrece ahora la nueva élite de Drosophila: la que no solo busca ayudar a la gente a comprender el mundo, sino también a permanecer en él. ¿Básica o aplicada? Póngame las dos.

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