El experimento de las aldeas refugio
Camerún apuesta por la atención de miles de refugiados de República Centroafricana en pueblos cercanos a la frontera donde pueden integrarse en vez de grandes campos
Un río de apenas de 50 metros de ancho, turbio y poco profundo es la separación natural entre República Centroafricana y la frontera este de Camerún. Desde la orilla camerunesa, un soldado observa a un par de críos que cruzan de uno a otro país subidos en una pequeña embarcación de madera roída y tirando de una cuerda para empujarla hasta su destino, una aldea llamada Gbiti. Así como ellos juegan a ser emigrantes, más de 100.000 centroafricanos han realizado ese mismo trayecto hacia el exilio desde diciembre de 2013, huyendo de la violencia, la persecución religiosa, el hambre y la pobreza. Y con la esperanza compartida de una vida lejos de las balas en los pueblos al otro lado que, desde la primera oleada de refugiados en 2004, están acostumbrados a recibir a sus vecinos con más voluntad que recursos.
A. Abdou, de 20 años, llegó a Gbiti –uno de los principales puntos de entrada de refugiados en la frontera Este de Camerún– el 1 de febrero de 2014. Cruzó el río dos semanas después de huir apresuradamente de su pueblo, Bahoro, en República Centroafricana. “Los anti-balaka [milicias cristianas] disparaban a todo el mundo”, recuerda la joven que, en el caos del momento, perdió la pista a su marido y desde entonces no sabe nada de él. “Quizá murió. Cualquiera podríamos haber sido alcanzados por las balas”, reconoce apenada.
Cuando los enemigos son la malaria y la malnutrición
Las enfermedades y el hambre son las mayores amenazas para los refugiados centroafricanos, una vez que han dejado atrás las balas. Un programa de salud en Camerún trata de prevenir ambas. La administración del suplemento alimenticio PlumpyNut, las vacunas y el acceso a fuentes de agua limpia son la respuesta.
Como ella, casi un millón de centroafricanos se han visto forzados a abandonar su hogar en la última escalada de violencia, fruto del enfrentamiento entre facciones políticas y religiosas, esta vez contra los musulmanes. De ellos, 436.000 son desplazados internos y más de 460.000 han buscado refugio en los países vecinos como Chad, República Democrática del Congo y Camerún, según datos recientes del Alto Comisionado para los Refigiados (Acnur).
Dos centímetros de separación
La cinta métrica se para en el rojo. Es muy mala señal. Las dos niñas, de 10 meses y cuatro años, de Hapsey Abdoulaye, refugiada centroafricana en Timangolo (Camerún) de 40 años “más o menos”, sufren malnutrición grave. La circunferencia de sus pequeños brazos mide menos de 11,5 centímetros, más de dos por debajo de lo que se considera un volumen mínimo de salud (12,6). (...)
En Camerún, ya vivían 92.000 refugiados de RCA llegados en estallidos del conflicto anteriores, en 2004, 2007 y 2010. La mayoría se habían instalado e integrado en tres centenares de aldeas en la región oriental del país que hoy acogen a los “nuevos”, el 80% mujeres y niños. La dispersión en poblados en vez de la concentración en grandes campos entraña grandes ventajas tanto para los que llegan, que gozan de mayor intimidad y oportunidades para llevar una vida normalizada, como para las comunidades que les acogen, que se benefician de los programas de desarrollo de las organizaciones internacional en la zona. Las labores de distribución de ayuda, así como de persuasión de las comunidades no son, sin embargo, fáciles.
Joseph Claude Amougou, trabajador de campo del Programa Mundial de Alimentos (PMA) en estos asentamientos mixtos, recuerda que ante la llegada masiva de centroafricanos en 2007 no se construyeron campos de refugiados. En vez de eso, se levantaron siete “sitios”, instalaciones que sirven de punto de recogida de alimentos para los refugiados que residen en las aldeas cercanas y que se abren tres días cada mes. El modelo funciona, pero no fue fácil convencer a los líderes comunitarios para que accedieran a integrar a los inmigrantes. “¿Te puedes imaginar que a pueblos de 2.000 habitante lleguen, de repente, otras 10.000 personas? Pues es lo que sucedió. Y tenían reticencias a compartir los recursos”, explica Amougou.
La primera ayuda humanitaria en estas crisis, explica Apollinaire Adamou, responsable de la oficina del PMA en el país, es distribuir comida. “Sobre todo a los niños menores de cinco años, mujeres embarazadas y lactantes”. Las evaluaciones que el PMA hacía cada seis meses para controlar la situación de los “refugiados antiguos” siempre tenían un mismo resultado: “La gente necesitaba recibir comida para sobrevivir”. Por eso, en 2011, decidieron cambiar de estrategia. “Los refugiados tenían que empezar a desarrollar sus propias actividades económicas o agrícolas en las comunidades de acogida para autosostenerse”, detalla Adamou. Es lo que se llama crear resiliencia. “A cambio, también intervenimos en las comunidades de acogida que notan los beneficios”.
El Hadj Hamda Hamadjoda, de 49 años y jefe de la comunidad de Timangolo, donde viven más de 6.200 centroafricanos, lo sabe bien. Asegura, que él fue quien decidió pedir a las autoridades que llevaran refugiados a su pueblo cuando se enteró de que en Gbiti, con una población de 15.000 personas —10.000 nativos y 5.000 refugiados— , estaban desbordados ante la llegada masiva de personas que traspasaban la frontera por ese punto hace una década.
“Pedimos traer refugiados porque los programas de desarrollo beneficiarían a toda la comunidad, ¿comprendes?”, explica Hamadjoda. No había espacio en el corazón del pueblo, abarrotado de construcciones de madera y adobe en cuyas puertas, los comerciantes instalan sus puestecillos de venta de bebidas y cacharros, delimitando las calles sin asfaltar en la que conviven sin normas las motos y los viandantes. Ese fue el motivo por el que el líder cedió unos terrenos a las afueras, cerca del centro médico, para que se instalaran los nuevos vecinos. “Antes no había acceso al agua potable allí y ahora sí”, comienza a enumerar las mejoras en las infraestructuras de la aldea gracias a la ayuda internacional que han atraído los centroafricanos. “Les están construyendo casas [Acnur] y todo el pueblo progresa. Hay programas de vacunación y contra la malnutrición para todos. Muchas organizaciones están trabajando aquí”, continúa mientras de fondo se comienza a escuchar al muecín realizar la llamada a la oración.
El hecho de que los refugiados y las poblaciones de acogida compartan religión —musulmanes bororos— y que hablen la misma lengua ha facilitado la integración y una convivencia más o menos pacífica. Las disputas se producen principalmente por tener que compartir unos recursos escasos. No hay que olvidar que las zonas rurales de Camerún, país en el puesto 152 de 189 en el Índice de Desarrollo Humano, son muy pobres. “Los mayores focos de conflictos entre refugiados y población local son el agua, la leña y la tierra”, enumera Josep Zapater, subdelegado de la oficina de Acnur en Bertoua, población a 250 kilómetros de la frontera en la que se encuentran las oficinas de este organismo de la ONU en el país.
Para que la tala de árboles para leña deje de ser un problema, Acnur implementa un programa de formación para que todas las mujeres aprendan a construir sus propios hornillos para cocinar de manera eficiente y reducir su consumo de madera, apunta Zapater. Por su parte, Hamadjoda trata de sensibilizar a los vecinos “para que no corten leña para vender y solo tomen la que necesiten para su propio hogar”.
Sentado en porche de su vivienda, que a la vista se presenta más grande y construida con mejores materiales que el resto, Hamadjoda se muestra orgulloso de que su aldea sea ejemplo de integración. El líder reconoce, no obstante, que desea que los refugiados vuelvan a su país en el futuro. "Pero sabemos que algunos se quedarán y eso no es malo. Creo que si deciden establecerse es porque viven en paz. Y no tengo ningún problema con eso”, matiza. Esto es, de hecho, lo que ha ocurrido con muchos de los que llegaron hace una década. “Ya no les vemos como refugiados cuando nos los cruzamos por la calle. Hablan la misma lengua y tienen nuestra misma religión. Nuestros hijos juegan juntos y estudian en la misma escuela coránica. Tenemos relaciones de amistad y comemos juntos. Cuando alguno se muere, se le entierra en el pueblo”, afirma con gesto de satisfación.
Uno de esos amigos que presenta Hamadjoda es Harouma Hamadou. Llegó en 2006 procedente de RCA porque en su pueblo estaban asesinando a los vecinos bororos como él. “Perdí mi ganado por el camino”, recuerda. Al principio, recibió alimentos del PMA hasta que entró en el programa Alimentos por trabajo de este organismo, en el que realiza labores de agricultura a cambio de ayuda. Hamadou sueña que su situación económica mejore y poder comprar vacas. Ahora, detalla, tiene una extensa familia a la que mantener: tres mujeres y tres de hijos. “No quiero volver. Aquí he construido mi vida y he invertido para tener una casa y educar a mis hijos”, justifica.
Más de 460.000 centroafricanos han buscado refugio en los países vecinos como Chad, Camerún y República Democrática del Congo
La de Hamadou es una de las muchas familias mixtas que se han formado en años de cohabitación. Su esposa camerunesa se sienta en una banqueta de madera tras él, arrodillado sobre un plástico extendido en el suelo arenoso del patio de su vivienda. Ella se resiste a responder ninguna pregunta sin que su marido se gire y le dé permiso para hablar con un gesto de su mano. “No estoy estigmatizada por estar casada con un refugiado. No somos diferentes de otros matrimonios”, dice al fin tapándose la sonrisa que se le dibuja de pura vergüenza. Aunque no tuvo opción de negarse al casamiento, como cualquier mujer allí, asegura que le gusta la simplicidad y la calma de su esposo.
“Lo más importante es la cohesión social”, subraya Zapater. “Este mismo experimento se ha realizado en Burundi y los pueblos han aprendido a acoger a los refugiados porque saben que traerán escuelas y centros de salud para todos”, detalla. Y este tipo de acogimiento en comunidades tiene muchas ventajas respecto a un campo, añade. “Evitamos que la gente viva bajo plásticos durante meses y que familias que no han decidido vivir juntas se vean forzadas a compartir un mismo espacio sin intimidad. Socialmente, las aldeas son mejores, aunque la logística para distribuir ayuda es más complicada”, apostilla.
Efectivamente, las ONG y agencias de la ONU, intentaban consolidar sendos programas en marcha para favorecer el auto sustento de los refugiados, así como para mejorar el estado de salud de toda la población a través de campañas de vacunación y reparto de complementos alimenticios a los niños para combatir la malnutrición. Pero un nuevo tsunami de necesidad arrasó con los recursos. Desde enero de 2014, y sobre todo en los meses de marzo a mayo, llegaron decenas de miles de refugiados de RCA a Camerún, que mantiene una política de fronteras abiertas para quienes demandan asilo. No así de movilidad de estos pueblos a otros puntos del país por dos motivos: para mantener la estabilidad en el resto del territorio (predominantemente católico) y controlar el número y la situación de los beneficiarios de la ayuda.
Atender esta emergencia es lo primero. “Salvar vidas”, repiten los empleados del PMA, que en un año (hasta enero de 2015) ha repartido12.500 toneladas de alimentos entre casi 99.000 personas.
En el punto de recogida de alimentos de Gbiti, Aissatou Oumourou, “musulmana de 18 años”, se presenta, muestra la cartilla en la que aparecen los miembros de su familia: un hijo, su marido y la otra esposa de este. Por cada persona a su cargo, recibirá 150 gramos de sal, 750 mililitros de aceite, 1 kilo y medio de maíz o soja y 13,5 kilogramos de cereales. Comida para un mes. “No tengo otra cosa”, justifica tímida su presencia en la multitudinaria cola para llevarse el lote.
Cada refugiado recibe 150 gramos de sal, 750 mililitros de aceite, 1 kilo y medio de maíz o soja y 13,5 kilogramos de cereales para un mes
Mientras esperan su turno, los refugiados escuchan a Apollinaire Adamou, quien megáfono en mano les explica qué alimentos van a recibir, la calidad de los productos y quién los provee. Un aplauso cierra su intervención. “La mayoría se los compramos a Sudáfrica al precio que costaría en el mercado para no devaluar su economía. Cada persona recibe comida para un mes por valor de unos 25.000 francos centroafricanos (unos 40 euros)”, aclara Joseph Claude Amougou, también del PMA.
Hace mucho calor incluso a la sombra, y el griterío y los llantos de bebés son la banda sonora que acompañan a los cientos de personas que esperan durante horas para recoger los sacos de comida. Bajo una de las carpas de reparto, los trabajadores incansables del PMA –refugiados y población local– y de ONG como Cruz Roja Francia o la African Humanitarian Association (AHA) no paran de preparar las raciones. “Los refugiados prefieren el arroz porque es fácil de cocinar y no necesitan herramientas”, asegura uno de ellos sin dejar de meter el cazo en los cereales.
Los almacenes del PMA en Batoui (ciudad próxima a la frontera) desde los que salen los camiones cargados de sacos hacia los puntos de distribución, parecen llenos. Pero la ayuda escasea, advierte Rose E. Keme, responsable del programa de ayuda humanitaria de la Comisión Europea (ECHO) en Camerún. “Ya en 2014 faltó financiación. Y en 2015, la perspectiva no es mejor. No solo porque otras crisis humanitarias sean más importantes, sino porque hay muchas muy graves”, señala. Siria, Sudán del Sur, Nepal, Yemen… los conflictos, los desastres naturales o la pobreza extrema crónica salpican el mapa de alarmas donde la ayuda es urgente.
Crisis como esta hacen que tengamos que mover los recursos que empleábamos para eventuales problemas estructurales a atender la emergencia”
“Crisis como esta hacen que tengamos que mover los recursos que empleábamos para eventuales problemas estructurales a atender la emergencia”, detalla keme, quien insiste en la necesidad de más inversión.
Desde Bruselas, el pasado 26 de mayo, la asistente adjunta del secretario general del ONU para Asuntos Humanitarios y Coordinadora de Ayuda de Emergencia (OCHA), Kyung Wha Kang, lanzaba un llamamiento a la comunidad internacional para ayudar a los desplazados de República Centroafricana y advirtió que apenas se había cubierto el 21% de los 630 millones de dólares necesarios para cubrir 'las necesidades más básicas' este año. La respuesta no se hizo esperar. La conferencia de donantes convocada para recaudar fondos para RCA, arrancó a los países el compromiso de destinar 380 millones en 2015 a esta crisis. Está por ver si cumplen lo prometido. Miles de personas como Aissatou Oumourou esperan que el agujero que hacen en su cartilla de refugiada cada vez que recoge su lote de alimento no se quede solo en eso, un agujero.
Este reportaje se ha realizado gracias a un viaje al terreno con el Programa Mundial de Alimentos.
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