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Tribuna
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Un referéndum complicado

Ningún Estado miembro desea que el Reino Unido abandone la Unión Europea. Cabe esperar por ello que todos adoptarán una actitud constructiva para tratar de evitarlo. Pero no va a ser fácil que Londres obtenga lo que busca.

EDUARDO ESTRADA

Los referendos, ya se sabe, los carga el diablo. El que David Cameron se propone convocar sobre la pertenencia a la Unión Europea pondrá al rojo vivo las relaciones del Reino Unido con Bruselas, creará tensiones serias en el seno del Gobierno y del Partido Conservador y someterá a la sociedad británica a un ejercicio de cuestionamiento de su identidad del que puede salir muy reforzada, pero también dejar cicatrices que tarden en cerrarse.

Cameron ha asumido una estrategia de alto riesgo. El Gobierno británico intentará recuperar competencias hoy cedidas a Bruselas y renegociar algunos de los términos de su pertenencia a la Unión. Si alcanza un acuerdo satisfactorio, hará campaña a favor del sí. Esto nos aboca a un período en el que las relaciones con la Unión Europea serán uno de los temas centrales de la política británica. Es un tema muy corrosivo, que en el pasado ya minó a los Gobiernos de Margaret Thatcher y de John Major. David Cameron ha salido muy reforzado de las elecciones, pero la escasa mayoría parlamentaria de que dispone le deja a merced de los diputados más euroescépticos de su partido, que sin duda le someterán a una presión permanente mientras duren las negociaciones con Bruselas.

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Ningún Estado miembro desea que el Reino Unido abandone la Unión Europea. Cabe esperar por ello que todos adoptarán una actitud constructiva para tratar de evitarlo. Pero no va a ser fácil que el Gobierno británico obtenga lo que busca. Puede conseguir apoyo para poner algunas trabas a los movimientos migratorios dentro de la Unión Europea motivados únicamente por el deseo de obtener mejores beneficios sociales. Puede obtener algunas salvaguardas para la City y para los Estados miembros de la Unión que no lo sean de la eurozona. Puede conseguir alargar los plazos para la entrada en vigor de normas que no desea tener que aplicar. Pero es muy improbable que consiga limitar la libertad de movimientos de los trabajadores, fundamental para todos, y en especial para los miembros del Este. Tampoco va a ser fácil que recupere competencias cedidas en el Tratado de Lisboa, porque ello no solo rompería el equilibrio de los tratados sino que podría obligar a la celebración de referendos en otros Estados miembros.

Además, aunque las negociaciones se cierren con un resultado aceptable para Londres, la incomodidad de los británicos con la Unión Europea subsistirá, porque sus causas van mucho más allá de la libertad de movimientos de los trabajadores, del papel de la City o de las competencias en materia laboral o de justicia e interior. Se trata de una cuestión de identidad, que afecta de raíz a lo que el Reino Unido quiere ser en el mundo, una tensión interna que viene de muy lejos, que recorre su pasado con momentos de gran virulencia y otros de gran esplendor. No es por azar que entre los períodos históricos más presentes en el imaginario colectivo figuran el reinado de Enrique VIII, con la separación de la Iglesia anglicana de la Iglesia católica, las victorias contra Napoleón y la finest hour de Churchill frente a Hitler.

O una gran Noruega o una gran Suecia, estas son las opciones. Todas las demás son peores

El nudo del asunto es que el Reino Unido no puede ser lo que le gustaría ser en relación con la Unión Europea; y que lo que puede ser no le gusta. Dentro de la Unión, le gustaría ser como Alemania o, al menos, como Francia. Fuera de la Unión, le gustaría ser como Estados Unidos o, al menos, como Rusia. Pero no puede ser ni lo uno ni lo otro. No puede ser como Alemania o Francia porque no quiere adoptar el euro, ni integrarse en el espacio Schengen, ni ceder soberanía, ni ser el motor de una Europa unida. Porque no quiere más Europa, sino menos. Pero si abandona la Unión Europea tampoco puede ser como Estados Unidos o Rusia porque le falta tamaño y proyección en otros continentes, porque ya no es la gran potencia que a ratos todavía le gustaría ser. Lo es, sin duda, en términos de poder blando, de influencia. Tiene medios de comunicación, universidades, think-tanks, bufetes de abogados y firmas de auditores de alcance global. La City es la capital financiera europea. Pero le falta un volumen y una amplitud de mercado que solo puede tener junto a los otros Estados de la Unión.

A los británicos les irrita la profusión de normas que aprueba Bruselas. Consideran que muchas son innecesarias. Pero la mayoría de estas normas están ligadas al mercado único, de manera que el Reino Unido tendrá que seguirlas aplicando aunque salga de la Unión Europea, a menos que abandone también el mercado único. Como el Reino Unido no desea abandonarlo, pero tampoco integrarse en el euro ni en el espacio Schengen, sus opciones están muy limitadas. Fuera de la Unión Europea puede ser —salvando las proporciones— como una gran Noruega, un país que disfruta de una parte muy notable de los beneficios de ser miembro de la Unión, entre ellos la pertenencia al mercado único, pero que no participa en la toma de decisiones porque no es miembro. Dentro de la Unión, puede seguir siendo como una gran Suecia, un miembro muy influyente, un punto de referencia indiscutible, pero no central ni integrado en el núcleo duro de la construcción europea.

Si gana el sí, la cuestión puede quedar resuelta para 30 años. Pero el riesgo es considerable

O una gran Noruega o una gran Suecia, estas son las opciones. Todas las demás son peores, ya que implican una mayor sumisión a Bruselas, cosa que el Reino Unido no desea, o bien abandonar el mercado único, lo que sería muy dañino para la economía británica. De ahí la dificultad del referéndum; porque sea cual sea el resultado, es muy difícil que los ciudadanos británicos queden satisfechos. En un caso o en otro, se tendrán que conformar con algo distinto de lo que quieren —ir por el carril rápido pero conduciendo despacio, como dijo John Major, liderar y frenar al tiempo—, porque choca frontalmente contra la voluntad mayoritaria de los Estados miembros.

El referéndum abrirá sin duda un debate serio y profundo, como es habitual en la política británica, un debate que será un baño de realismo y que puede enterrar muchas ideas erróneas sobre la Unión Europea. Desde este punto de vista, será muy enriquecedor. Si el sí gana con amplitud, como es de desear, la cuestión puede quedar resuelta para los próximos 30 años. Pero el riesgo es considerable. La incógnita no es únicamente si ganará el sí o el no, sino si el liderazgo conservador de David Cameron conseguirá salir indemne.

Carles Casajuana, diplomático y escritor, ha sido embajador de España en Reino Unido.

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