Los invencibles de Dadaab
Planeta Futuro entra en el polémico campo de refugiados de Dadaab Más de 350.000 personas viven amenazadas por el terrorismo, la precariedad y el olvido
Primero fue la guerra civil que azotó Somalia en 1991, cuando una revuelta popular derrocó al presidente Siad Barre tras 21 años en el poder. Luego llegó la sequía. Tan solo un año y medio después, en agosto de 1992, la cuarta parte de los niños somalíes había muerto de hambre o a causa de la violencia en su país. Por estas dos razones, 720.000 personas huyeron a Kenia, el país vecino, en una carrera desesperada por su supervivencia. Para acoger a todos estos somalíes nació en 1991 el campo de refugiados de Dadaab, en el noreste de Kenia, a unos 100 kilómetros de la frontera somalí.
Han pasado 24 años durante los que Somalia se ha visto salpicada constantemente por la violencia y las hambrunas y, en ese tiempo, Dadaab se ha convertido en un macro asentamiento para más de 350.000 personas —el mayor del mundo— que desafían los límites de la resistencia humana viviendo en condiciones de extrema precariedad.
Adar fue una de esas niñas que llegó a Dadaab tan joven que ni siquiera recuerda cómo lo hizo. En 1991 tenía cuatro años —ahora son 28— y sólo sabe lo que le contaron sus padres. "Ellos eran pastores nómadas; yo nací en el bosque. Un día, unos bandidos robaron todo nuestro ganado y nos quedamos sin nada. Éramos siete niños a los que alimentar, así que mis padres decidieron venir a este campamento, pues ya habían oído hablar de él antes", cuenta la mujer. "Algunos vecinos nos regalaron algunos animales para subsistir durante el viaje y nos los comimos durante los 27 días que tardamos en llegar. Dormíamos de día bajo la sombra de los árboles y caminábamos de noche para evitar el calor".
Los motivos que llevaron a la familia de Adar a refugiarse en Dadaab no son muy diferentes de los de otros desplazados que llegaron muchos años después. Somalia no ha conseguido fortalecerse como Estado y la violencia, el pillaje y las hambrunas siguen a la orden del día: desde 2007, el grupo yihadista Al Shabab, milicia de Al Qaeda en el país, aterroriza a quienes se resisten a vivir bajo la sharia, la versión más rigurosa de la ley islámica. En 2011, otra sequía feroz llenó el campo de nuevos desplazados hasta casi saltarle las costuras. Fue por entonces cuando Ibrahim Hefow, de 67 años, decidió marcharse. "Vinimos por el hambre y por la guerra; todo nuestro ganado murió". Tras cinco días de viaje, a veces a pie, a veces en burro, llegaron a Dadaab, donde sus vidas cambiaron para bien y para mal. "Por una parte, Somalia es mejor porque cuando el clima lo permite puedes tener verduras, fruta fresca, leche...", afirma Hefow. Esto no significa que vivir aquí sea fácil: "Apenas hay negocios y no se puede trabajar, sólo esperar a que las agencias te alimenten. Y no tenemos libertad de movimientos", lamenta.
Hefow es uno de los pocos refugiados que obtiene algunos ingresos colaborando con una de las más de 50 ONG que operan en los cinco campos que componen el asentamiento —IFO1, IFO2, Hagadera, Dagahaley y Kambioos—. Su trabajo consiste en repartir la comida de un programa de alimentación terapéutica en un colegio de Educación Primaria. Lo comenta orgulloso en el interior de su humilde choza mientras señala su impoluto delantal colgado de una de las ramitas con la que la construyó.
Es un caso minoritario el de Hefow. Los refugiados tienen concedido ese estatuto, pero no poseen documentación keniana. Esto significa que sólo pueden estar en dos sitios: Somalia o Dadaab. No pueden viajar a Kenia salvo que obtengan un permiso especial por razón de estudios o de salud. No pueden obtener un contrato laboral ni comprar una casa. La mayoría subsiste exclusivamente gracias a la comida que reparte el Programa Mundial de Alimentos (PMA) de la ONU. Algunos obtienen ingresos porque trabajan con ONG, como Hefow. O como Leila Digale, de 20 años y enfermera en el hospital de Médicos sin Fronteras (MSF) en Dagahaley. El sueldo alcanza para comprar leche y pan para sus dos hijos, pero nada más, según afirma Abdenaziz, su marido. "Nosotros sólo comemos el maíz que reparte el PMA", asegura.
En los 24 años que el campo lleva abierto se han desarrollado pequeños negocios y cada uno de los asentamientos cuenta con un mercado donde se venden e intercambian productos alimentarios y artículos de primera necesidad, de higiene personal, tecnológicos, de belleza... Pero no llega para todos según indica el último informe, de junio de 2104, de ACNUR —la agencia de la ONU para los refugiados, encargada de la gestión del campo— y el PMA sobre los asentamientos del norte de Kenia (Dadaab y Kakuma, en el oeste del país). El estudio apunta que al 70% de las familias se les acaba la comida casi una semana antes del siguiente reparto y que, para sobrevivir, recurren a préstamos de otros vecinos, a pedir alimentos por adelantado y a reducir la cantidad de las raciones que cocinan porque no tienen dinero para comprar en el mercado. Quienes sí tienen ingresos destinan el 73% de ellos a comida, según el citado informe.
Aquí apenas hay negocios, no se puede trabajar; sólo puedes esperar a que las agencias te alimenten Ibrahim Hefow, refugiado
La gran baza con la que contaban los habitantes de Dadaab para subsistir era el dinero enviado por parientes reasentados en países extranjeros, pero ese grifo se ha cerrado. El pasado 2 de abril Al Shabab —que atenta en Kenia desde que este país entró en Somalia para combatirlos en 2011— asesinó a 149 personas, la mayoría estudiantes, en la universidad de Garissa, a 80 kilómetros de Dadaab. Desde entonces, el Gobierno keniano ha retirado la licencia a 13 empresas de envío de dinero como medida para atajar el terrorismo, y esto ha afectado a los refugiados. "Antes sobrevivíamos con las remesas pero ahora se han cortado y en las últimas dos semanas no hemos recibido nada, no tenemos nada", dice Abdin Mohamed Osman, de 61 años y padre de un bebé de nueve meses ingresado por desnutrición y diarrea en el hospital de MSF. "El Gobierno nos ha puesto en una situación muy delicada, pues las ayudas internacionales son muy pequeñas en comparación con las necesidades", completa Abderisak, imán de una de las mezquitas.
Los sucesivos llamamientos de ACNUR (que ha hecho posible la realización de este reportaje) y el PMA corroboran la necesidad que se vive en Dadaab. En octubre de 2013, las dos organizaciones anunciaban una reducción del 20% en las raciones de alimentos durante los dos meses siguientes debido a la falta de fondos, y pedían una aportación urgente de 20 millones de dólares para reanudar la distribución normal de cara a 2014. Ese dinero llegó, pero el 31 de diciembre siguiente, la situación se repetía: las dos agencias realizaron otra llamada para conseguir 45 millones de dólares y confirmaron que desde el mes anterior solo estaban entregando la mitad de las raciones a los refugiados. En abril de 2015, el reparto se había normalizado, según Leonard Zulu, coordinador sénior de ACNUR en Dadaab: "Es cierto que hubo un recorte de la asistencia el año pasado, pero ya se ha reanudado y en los informes no se ha reflejado una disminución de las calorías", asegura. Durante 2014 los refugiados recibieron una dieta de 2.100 calorías diarias, según el PMA.
Los vecinos de Dadaab, sin embargo, aseguran que la distribución no es la misma. "Antes daban trigo, ahora sólo maíz, y en menor cantidad. El trigo era mejor para mi hijo", afirma Abdin Mohamed Osman mientras acaricia la mano de su bebé, encamado, sudoroso, inmóvil y con los ojos entrecerrados. Hawa, de 51 años y portavoz del comité de salud en el hospital de MSF, califica la situación de "crítica". "Muchos bebés no tienen leche materna ni cereales. Los adultos no toman verduras". En su opinión, la reducción de los alimentos podría explicar el aumento de pacientes en el hospital de la ONG, que ha pasado de 16.400 en noviembre de 2014 a 21.000 en abril de 2015, según, confirma Abdelmalik Wanyama, director del centro sanitario.
Peter, pastor anglicano de origen sur sudanés, casado y con dos hijas, explica los problemas con el racionamiento: "Distribuyen 25 kilos de maíz, algo de gachas, litro y medio de aceite, sal y un puñado de legumbres para una familia de cuatro miembros cada 15 días. Si eres una sola persona, te tocan tres kilos. No nos dan arroz, ni frutas, ni verduras, ni carne, leche o azúcar. No se puede vivir sin esos alimentos. Cuando redujeron las raciones cambiaron el trigo por sorgo y maíz, y sigue siendo así", critica.
Añade el religioso que el maíz que se reparte no viene hecho harina, sino como grano, y por eso las familias se ven obligadas a vender una parte para poder pagar el molino. Este extremo también viene recogido en el informe de ACNUR y el PMA, que aclara que el precio de un kilo de maíz, 10 chelines kenianos (10 céntimos de euro), es lo mismo que cuesta moler un kilo. Así, por cada uno que se muele, hay que vender otro.
Al 70% de las familias se les acaba la comida casi una semana antes del siguiente reparto
Los casos de malnutrición, paradójicamente, no han aumentado significativamente en el campo. Según los últimos datos de ACNUR, la prevalencia mejoró de un 15,4% en 2012 a un 9,9% en 2013. A falta de datos más recientes, el director del hospital de MSF sí asegura que la reducción de alimentos no ha tenido impacto. "Las enfermedades respiratorias son las más comunes, seguidas de las diarreas. La malnutrición sigue siendo la tercera". Tanto el PMA como MSF desarrollan programas de alimentación terapéutica para niños con desnutrición y madres embarazadas o en periodo de lactancia. En los colegios también se desarrollan este tipo de programas.
Las razones para quedarse
"La gente está en el campo por dos razones: la posibilidad de ser reasentado en un país desarrollado y la educación", sentencia Abdilkadir Ahmed Abdila, de 27 años y director del colegio Midnimo, uno de los 73 centros educativos donde hay escolarizados casi 90.000 niños entre Primaria y Secundaria. "En Somalia no podemos dar una buena educación a nuestros hijos ya que a Al Shabab no le gusta el modelo de educación occidental, la única que permiten es la que se imparte en las madraza [escuelas coránicas]".
Abdilkadir tiene por delante el desafío de mantener la calidad de la enseñanza en su centro pese a los recortes que sufren desde el año pasado. "El presupuesto es cada vez menor; en este colegio despidieron a 17 profesores. Ahora quedan 37, dos de ellos pagados por los padres. Los libros también han dejado de llegar", lamenta el maestro, que asegura que en IFO1 solo quedan unos 400 de los 780 docentes empleados el curso anterior. "Gano 100 dólares al mes y los profesores, 70. Por ese sueldo tienen que hacerse cargo de clases sobrecargadas de estudiantes. Algunos niños han dejado de venir porque los padres ven que no hay medios suficientes" añade, visiblemente agobiado.
Como al resto de refugiados, Abdilkadir también se preocupa cada vez que vuelven los rumores sobre el cierre del campo. El último fue más que eso. A raíz del ataque de Al Shabab en Garissa, el Gobierno de Uhuru Kenyatta dio a la ONU un plazo de tres meses para clausurarlo y reubicar a los refugiados en otro lugar fuera de Kenia, pues lo considera un nicho de reclutamiento de futuros terroristas. Tras unas semanas de tensión y conversaciones de alto nivel, el Ejecutivo cambió de idea, pero los hombres y mujeres de Dadaab no confían. "Los refugiados no apoyan ni a Al Shabab ni a ningún otro grupo terrorista; son vulnerables y muchos ni siquiera han visto su país", resume Mohamed Olow, jefe de seguridad en IFO1.
La población de Dadaab es la más expuesta a sufrir ataques. Se sienten más seguros que en Somalia, pero no son inmunes a la delincuencia. Los 50 kilómetros del campo se extienden por un erial adornado tan solo por algunos arbustos y acacias resecas. No hay vallas disuasorias, como tampoco las hay en la frontera entre Somalia y Kenia, trazada sin razón ni lógica por manos y mentes colonizadoras en pleno desierto, a una hora de camino, y cruzada a diario por toda clase de individuos, desde pastores hasta contrabandistas o asesinos. Sabe la joven Adar de inseguridades desde que, a los 14 años, presenció cómo unos hombres armados violaron a dos de las mujeres con las que había ido a cortar leña a un bosque cercano. Lo saben los cooperantes que trabajan sobre el terreno, víctimas de secuestros y ataques como el del pasado 1 de abril, que costó la vida a un maestro de la ONG Windle Trust Kenya.
"Estamos perdiendo personal keniano cualificado por el riesgo de sufrir ataques terroristas", afirma Hawa, la portavoz del comité de salud de MSF. Y Leonard Zulu, conocedor de todo lo que ocurre en Dadaab como máximo responsable de ACNUR en el terreno, también es consciente de la inseguridad de la que son víctimas a diario pese a los millones de dólares invertidos, las 11 comisarías, los agentes de paisano y los técnicos de prevención del crimen. "En un lugar con más de 300.000 personas no puedes pretender que toda la gente sea buena, eso es imposible, pero se están tomando medidas para hacer los campos más seguros", insiste.
Otro que sabe de inseguridad es Abdilkadir. Tiene miedo a que su escuela sea atacada, pues ya ha recibido amenazas. Pese a que unos 2.000 refugiados han vuelto a casa gracias al programa de retorno voluntario de ACNUR, él tiene miedo de ser devuelto a Somalia, y la sola idea empaña sus ojos. "La única esperanza es que mi país vuelva a ser un lugar seguro. Mientras, no podemos volver, no podemos, no podemos. La sangre de mi hermano, de mi padre, de mis primos... Simplemente, no podemos", solloza con la cara escondida entre las manos. "Al final, 100 dólares es mejor que nada".
El momento de actuar
ACNUR, la agencia de la ONU para los refugiados, es la principal agencia que coordina las actividades humanitarias en Dadaab.
Colabora con ACNUR en www.eacnur.org o el tfno.: 902 218 218
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