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Dadaab ya tenía problemas en 2011

El terrorismo pone a prueba la generosidad del Kenia El Gobierno lleva años queriendo cerrar el campo de refugiados

Unas mujeres transportan leña en el campo de refugiados de Dadaab (Kenia) en septiembre de 2011.
Unas mujeres transportan leña en el campo de refugiados de Dadaab (Kenia) en septiembre de 2011.Daniel Burgui

"Generosidad y condolencia". Esas fueron las palabras que el representante de ACNUR (la agencia de la ONU para los refugiados) en Nairobi, Emmanuel Nyabera, repitió hasta la saciedad para amortiguar el órdago que lanzó el Gobierno de Kenia proponiendo el cierre de todos los campos de refugiados somalíes en su frontera. El atentando contra la universidad de Garissa por milicias terroristas de origen somalí el pasado 2 de abril colmó el vaso de la paciencia del Ejecutivo, pero la propuesta, finalmente, quedó en nada. Simplemente porque es imposible desmantelar de la noche a la mañana el que hoy es el mayor campo de refugiados en el planeta: Dadaab.

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La antesala de Dadaab es, precisamente, Garissa, la ciudad donde terminan simultáneamente la amabilidad de la tierra y la del Gobierno keniano: capital comercial de la región, es un exuberante vergel bañado por el tumultuoso río Tana, pero también es el último confín del país hasta donde se han embreado carreteras.

Ya en el año 2011 parecía que el Gobierno keniano no deseaba añadir nada más allá de Garissa. Era y sigue siendo el fin de un discurso y de las intenciones de una nación. También la naturaleza hace una pausa dramática aquí: al noreste se extiende el desierto, una llanura ardiente que no cede ni un palmo hasta las profundas entrañas de Somalia. Hasta que otro río, el Juba, le corta el paso.

Sin embargo, esos cien kilómetros de pistas estériles y baldías han sido la senda más transitada por millares de desplazados en los últimos 20 años. Un lugar marcado en el mapa con una equis, la intersección entre el Ecuador y la frontera. Fue el lugar en el que en 1991, el Gobierno de Kenia se vio obligado a añadir un apéndice en su mapa: un enorme cobijo, sin precedentes, para aliviar a unas 90.000 personas que huían de la guerra civil en Somalia. Aunque el último censo oficial, de marzo de 2015, indica que hay unas 350.000 personas, la población estimada ronda el medio millón. Si las lonas y chabolas donde se alojan los apátridas somalís tuviesen categoría de ciudad en Kenia, sería la tercera más poblada del país.

Dadaab ha ido creciendo a trompicones, siempre ante la negativa inicial del Ejecutivo keniano que ha ido consintiendo sus ampliaciones posteriormente. Si bien IFO e IFO 2, los primeros campos que abrieron en 1991, se asemejan algo a una aldea —casetas con tejados y senderos que imitan a calles, algunas tiendas, colmados, pistas de juegos y fútbol, cibercafés, escuelas, etc.—, el resto de campos, Hagadera y Dagahaley, son campamentos de refugiados de rigor: lonas y carpas.

Pero aún más allá de estos últimos, en las afueras, en los suburbios se extienden unos asentamientos inmensos que parecen recreaciones de poblados del neolítico, aún más precarios. Humildísimas chabolas parcheadas por plásticos, ramas, basuras y telas formando caparazones ahuevados, muy similares a las viviendas ari de las tribus de la etnia afar. Apenas un abrigo 

Una emergencia constante

El último campo en abrirse fue el de Kambioos, situado en un radio de cinco kilómetros cuadrados colonizado por aquellas familias que llegaron durante el último gran éxodo somalí: la hambruna de 2011.

La falta de recursos como el agua, cada vez más escasa tras dos décadas de asentamientos irregulares en la una zona desértica hace necesario cada vez cavar más profundamente y con mayor tecnología.
La falta de recursos como el agua, cada vez más escasa tras dos décadas de asentamientos irregulares en la una zona desértica hace necesario cada vez cavar más profundamente y con mayor tecnología.Daniel Burgui

Durante aquel otoño de 2011, que se declaró la mayor emergencia humanitaria en el Cuerno de África en décadas, algunos estados de la Unión Europea exigieron a Kenia que no se retrasase en admitir a los refugiados somalíes y que ampliase los campos. El país se negaba a reconocer este asentamiento, pero en enero de 2013 dio su beneplácito y lo aceptó oficialmente, en un nuevo alarde de hospitalidad con sus vecinos.

Sólo en aquel mes de agosto, cuando se fundó de forma improvisada Kambioos, llegaron 40.000 somalíes. Kenia acogió en ese mes siete veces más que todos los refugiados que solicitan asilo en España en un año entero (5.900 personas en 2014), y casi 70 más que todos los refugiados y personas que reciben protección del Gobierno español: 581, según el último informe ejecutivo de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR). 30 días más tarde, en septiembre de 2011, Kenia aceptó a otros 40.000 más. Casi cifras similares de refugiados y migrantes detenidos en las fronteras griegas, unos 36.000.

Así, mientras Kenia, un Estado en vías de desarrollo, admite casi de forma automática como refugiados y asilados a sus vecinos, la UE tan solo aprueba un 26% de las solicitudes; el resto son rechazadas. En 2013, España rechazó el 90% de las solicitudes de asilo y en puestos fronterizos solo admite un 30% de ellas, haciendo regresar a todos esos refugiados.

"Por eso queremos hacer hincapié en la extraordinaria generosidad del Gobierno de Kenia y el pueblo keniano en general, a todos los niveles, que han tenido durante este tiempo con sus vecinos", admite en conversación telefónica Emmanuel Nyabera.

Sin seguridad ni recursos

Nyabera es consciente que uno de los principales escollos es la seguridad. La violencia en esta difusa divisoria keniano-somalí no responde a un conflicto o a las luchas entre clanes, hace años que los señores de la guerra, Al-Shabab y los bandidos se esfuerzan todos juntos en mantener estable una situación de "desorden duradero" de la que sacan beneficio.

Un caos rentable

Con apenas un par de puestos aduaneros destartalados y testimoniales, es pretencioso llamar frontera a la raya que camina recta con milimétrico detalle durante más de 500 kilómetros —desde El Wak hasta Likabere— y que gira después en 45 grados al sur para discurrir sin quiebro hasta el océano Índico. Los expertos en geopolítica han preferido disfrazar bajo el eufemismo de "frontera volátil" un hecho que se manifiesta con ferocidad cuanto más se aproxima uno a ella: no existe.

Esos 700 kilómetros de linde son el escenario de bandidos, guerrilleros y contrabandistas. Planicies sin fin en las que sólo se halla cobijo entre arenales, termiteros gigantes, bosques de arbustos espinosos y acacias solitarias. Y acosan, en este tránsito de caminos garabateados en la arena, a refugiados, cooperantes y pastores.

Ya durante la hambruna de Somalia de los años noventa, los gerifaltes de la guerra que operaban en esta muga —el general Mohamed Said Hersi Morgan, Siyad Hussein, el coronel Omar Jess o Ahmed Hasnimuga se hicieron populares por dedicarse en armonía colegiada a atacar a los refugiados y al personal humanitario.

El campamento de Dadaab y el área del puesto aduanero de Dobley, donde los reclutas —muchos de ellos chavales y adolescentes— de un enclenque Gobierno somalí de transición venden sus fusiles por un puñado de chelines con los que comprar refrescos o comida porque ni siquiera cobran un sueldo,  cobraron fama como una de las zonas más peligrosas de la región. Hoy, esos caudillos están a dos metros bajo tierra pero la zona sigue carcomida por ese violento caos estable porque es rentable para muchos.

Los convoyes de la ONU sufren ataques constantes casi todas las semanas, en sus desplazamientos de Garissa a Dadaab. No es un secreto, pero este asunto se trata con discreción. Las organizaciones se desplazan con la compañía de escolta armada entre los campos de refugiados que se estiran unas decenas de kilómetros entre sí por esas veredas desérticas y solitarias. Algunos, como Médicos sin Fronteras (MSF) por norma renuncian a esta escolta en pro de atender mejor a sus pacientes y pegan en sus coches una ilustración de un fusil Kalashnikov tachado. Rogando, como el que lleva una estampita en el salpicadero, que se abstengan de disparar.

Esa medida no evitó en su día el rapto y larguísimo cautiverio de las cooperantes españolas Blanca Thiebaut y Montserrat Serrá, liberadas en julio de 2013. Cuando se viaja por estas sendas, los chóferes se hacen señales con luces para indicar si hay policías en los puestos de control, si pasan contrabandistas o si alguien lleva armas o pasajeros no deseados a bordo. La mayor garantía que puede ofrecer un conductor aquí es esta frase: “If you are okey, I am okey (“Si usted está bien, yo estoy bien”).

Regresar, ver y contar

El pasado 8 de mayo, el propio Alto Comisario de ACNUR, Antonio Guterres, viajó a Kenia para reunirse con el presidente de la nación y apaciguar los ánimos. “Quiero expresar mi profunda gratitud al presidente Uhuru Kenyatta por sus esfuerzos y su promesa de que la repatriación de aquellos que quieran regresar a Somalia será voluntaria, segura y digna”, aclaró ante las autoridades, refugiados y medios de comunicación.

El máximo representante para los refugiados en la ONU añadió que trabajarán en mejorar la seguridad y en reasentar a quienes lo deseen en zonas más seguras de Somalia. Esta es la baza que quiere jugar ACNUR ante el Gobierno de Kenia: convencerlo de que algo sí ha cambiado en los últimos años, ya que se ha producido un descenso de población en los campos de refugiados.

Desde el año pasado, un pionero programa promueve el regreso voluntario de los refugiados a Somalia. El primer convoy partió en diciembre de 2014 con 11 autobuses escoltados por la policía de Kenia que penetraron hasta Kismayo, Badooa y Luqq. En enero de 2015, ya fueron 1.166 quienes regresaron; en marzo, más de 4.000 presentaron su solicitud de regreso y se estima que a final de año unos 10.000 somalíes regresen a lo que quede de sus hogares.

Para mujeres como Amina Abdusin y otros refugiados que llegaron en 2011 no está tan claro. “¿Regresar a dónde?”, se preguntaba la mujer en ese 2011 de la hambruna. Amina salió de allí en 2010 cuando una bomba hizo saltar por los aires su casa en Mogadiscio. Ella sobrevivió y acogió a los hijos huérfanos de su vecina a costa de ser repudiada por su propio marido, un hombre violento y egoísta que la había desposado con 12 años a la fuerza. Él la echó de casa. Amina, que entonces contaba 30 años, decidió emigrar a Dadaab con su hermana pequeña y sus hijos adoptivos. En el trayecto fue saqueada, vejada y violada en la frontera por milicias de Al Shabab. El mero pensamiento de volver a ver a sus hijos sería suficiente para regresar. "Sueño todos los días con ellos", decía. Por entonces narraba que solo pensar en volver a cruzar esa frontera le aterraba.

Hechos que no acompañan a los buenos deseos

Sin embargo visto los acontecimientos de los últimos días, a las palabras de Guterres no parecen acompañar los hechos: el domingo 24 de mayo, las milicias de Al Shabab atacaron con un coche bomba el Parlamento de Somalia en la capital del país, Mogadiscio. Tras la explosión, los atacantes intercambiaron tiros y granadas con la policía y fuerzas de la Unión Africana que protegían la sede. Al menos 10 personas murieron en el ataque.

El día anterior, sábado 23 de mayo, se habían producido otros dos atentados: supuestos miembros de milicias yihadistas persiguieron el coche del parlamentario somalí Yusuf Dirir en pleno centro de la capital, le bloquearon el paso con un minibús y acribillaron a balazos su vehículo. Ese mismo día, otros tres miembros del Ministerio de Transporte fueron asesinados en otro atentado.

Hace una semana, Al Shabab, que antes se había declarado franquicia de Al Qaeda en el cuerno de África, aceptaba la invitación pública del Estado Islámico a unir fuerzas mediante un comunicado.

Más del 70% de la población de Dadaab son mujeres y niños, y muchos pertenecen a generaciones que han nacido y crecido allí. Desde las oficinas de ACNUR en Dadaab relatan que han diseñado un programa en el que organizan salidas de mujeres hacia zonas de Somalia para que vean por sus ojos cómo es la situación y vuelvan a Dadaab e incentiven a otros a retornar. Sin embargo, como decía Amina cuatro años atrás, para mujeres como ella es difícil: “En toda mi vida jamás he conocido ningún periodo de paz. No sé cómo es”.

El descenso de refugiados en Dadaab no parece responder solo al regreso voluntario a Somalia. A menudo, este asentamiento es el inicio de un periplo aún más extraordinario que empuja a algunos refugiados a caminar más de 5.000 kilómetros hacia el norte, encomendados a las manos de mafias y traficantes, hasta alcanzar las costas de Libia o Túnez para emprender allí su zozobra en esquifes y pateras hacia el sur de Europa.

Según datos del Ministerio de Interior de Italia, entre el 1 de enero y el 28 de abril de 2015, más de 3.700 somalíes han llegado a las costas de Italia. En 2014, más de 7.000 lograron llegar vivos a las costas de Lampedusa o Sicilia, sin contar los que acabaron en Malta o Grecia. Tratan de reunirse con sus familias o huyen de la guerra y el hambre. Muchos de los supervivientes salieron un día de aquí, de Dadaab, y consiguieron llegar vivos a Europa, pero también muchos se ahogaron en el Mediterráneo. Todos ellos son lugares donde comienza y termina la solidaridad y la cortesía.

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