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El hambre escondida

En Etiopía desapareció la imagen de las grandes hambrunas que dejaban miles de muertos al día, pero la escasez y la ausencia de buenos hábitos alimenticios perpetúan el drama de la malnutrición

Lola Hierro
Una mujer abraza a su pequeño en un centro de alimentación terapéutica de Zway (Etiopía).
Una mujer abraza a su pequeño en un centro de alimentación terapéutica de Zway (Etiopía).LOLA HIERRO

Sus médicos creyeron que no pasaría de esa noche. Obse llegó al hospital en brazos de su abuela a última hora de la tarde de un 21 de noviembre. Seis meses de edad y tres kilos de peso fueron su carta de admisión en el área de pediatría del hospital rural de Gambo, una aldea a tres horas al sur de Addis Abeba (Etiopía). La minúscula niña apenas se movía; tan solo alcanzaba a emitir leves quejidos, como un gato recién nacido. Su pelo ralo, mirada triste y piel arrugada se asemejaban demasiado a los de otros miles de niños a los que se llevó por delante el peor mal que afecta a los más pequeños en Etiopía: el hambre, razón directa o indirecta del 28% de la mortalidad infantil en el país.

En el imaginario común están las campañas de sensibilización que organizaciones humanitarias y religiosas realizaron en los años ochenta, noventa e incluso bien entrado el siglo XXI, cuando el cuerno de África se moría de inanición. Las fotografías de bebés famélicos con los ojos comidos por las moscas fueron publicadas aquí y allá en un intento de despertar la caridad del mundo desarrollado. Aún se recuerda que entre 1984 y 1985 la escasez de alimentos costó la vida a un millón de personas.

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Hoy, el Gobierno etíope intenta por todos los medios librarse de esa imagen negativa, pero los niños se siguen muriendo de hambre. El país ha hecho grandes avances: aunque es el 15º más pobre del mundo en el Índice de Desarrollo Humano, su economía ha crecido a ritmos superiores al 10% durante la última década. En los últimos años, ha reducido la desnutrición del 57% al 44% y la mortalidad de menores de cinco años pasó de 139 muertes por cada 1.000 nacidos vivos a 77 por 1.000, lo que le acerca al cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo del Milenio de la ONU. Pero hay datos que no pueden obviarse: que aún más de 300.000 niños son tratados por desnutrición cada año, y que otro 44% sufre un retraso en el crecimiento, por ejemplo.

Lo habitual es asociar la desnutrición a la escasez de alimentos, a la pobreza, pero a juicio de Iñaki Alegría, pediatra en el hospital de Gambo, la razón es multifactorial. Se debe, sin duda, a una carencia, pero no tiene por qué ser total. Cuando faltan productos básicos, el daño es igual de grave. Y en Etiopía ocurre, ya que solo el 4% de los niños tiene acceso a una dieta variada. “Hay muchos alimentos necesarios para el correcto crecimiento de un niño que no están al alcance de las familias más humildes, como la carne, que es prohibitiva” asevera también Olga Arija, hematóloga española y voluntaria en el mismo centro sanitario.

Por eso se habla de dos tipos de desnutrición que pueden llevar a un niño a la tumba: una es el marasmo, que se da en los críos que mueren por inanición pura y dura. La otra es igual de grave pero más invisible, pues no provoca un adelgazamiento tan atroz. Se llama kwashiorkor, una palabra que viene del ghanés y significa el que se desplaza, en alusión a la situación en la que quedan los niños que abandonan la lactancia cuando nace un nuevo hermano. Se da cuando se sufre una carencia de proteínas y otros micronutrientes. Esto provoca despigmentación de la piel, edemas e hinchazón abdominal debido a la retención de líquidos.

En cualquier hospital del país hay niños ingresados con los mismos síntomas que Obse, que ha conseguido sobrevivir a su primera noche de hospital pero ni fuerzas tiene para succionar el biberón. Ella lucha y lucha mientras la leche cae por las comisuras de sus labios. Su abuela, sin perder la paciencia, se esfuerza en conseguir que trague unas gotas. Dos cunas más allá, Mitiku reposa en brazos de su madre, que intenta que el niño no se arranque la sonda nasogástrica que le han colocado para alimentarle porque no podía tragar a causa de unos persistentes vómitos.

Una de las medidas que más promueven Gobierno y ONG es la lactancia materna durante, al menos, los seis primeros meses de vida, algo que ya hacen la mitad de las madres, según Unicef, y combinar esta práctica con la introducción de otros alimentos hasta los dos años. Pero no siempre es posible. Hay casos como el de la pequeña Obse, que quedó privada de esta importantísima fuente de alimentación porque su madre falleció. Una buena solución en el mundo desarrollado es utilizar leche en polvo especial para niños, pero en la práctica este es un producto inalcanzable para muchas familias: un bote para unas cuatro semanas cuesta 200 birr, es decir, ocho euros. Teniendo en cuenta que un tercio de la población vive con menos de 1,25 euros al día y que el sueldo medio de un profesor de primaria o un enfermero es de unos 1.400 birr (unos 56 euros), no salen las cuentas.

El hambre es la razón directa o indirecta del 28% de la mortalidad infantil en Etiopía

Tener muchos hijos es otra de las causas de la desnutrición de muchos niños. Y Etiopía se lleva la palma en índices de natalidad con una media de 5,6 criaturas por madre. “¿Ves a esa niña con mirada triste?” pregunta Francisco Reyes, director del hospital de Gambo. Y señala a Sutuma, una jovencita de dos años y cuatro meses de la que solo se distingue su cabeza calva y una camiseta rosa que le queda inmensa. Descansa en la cama hecha un ovillo, y sus ojos parecen a punto de arrancar a llorar. “Probablemente, este es el culpable de que ella se haya quedado desnutrida”, señala Reyes. Y sí: junto a la cama está su madre sin perder ojo de su hija enferma al tiempo que acuna a otro niñito mucho más joven, pero regordete y saludable. “Cuando llega un bebé nuevo, se amamanta a éste y el que estaba antes que él pierde ese derecho”, explica el director del centro. “Las mujeres tienen niños muy seguidos y, al final, el de cinco años es el que cuida del que tiene meses”, opina Reyes. “Se pasan el día jugando en la calle y no se preocupa nadie de que coman bien”, prosigue. “Ellos entran en casa cuando tienen hambre y cogen lo que ven: una mazorca de maíz, un plátano… Pero hay que enseñar que los niños tienen que comer una serie de alimentos con determinados nutrientes”.

¿Por qué no van al hospital hasta que ya presentan un estado de salud tan pésimo? “No vienen por la delgadez, llegan a esta situación de manera gradual y como ven a los niños a diario, los familiares no se dan cuenta del deterioro”, explica Alegría. Vienen porque el niño no se mueve, no quiere comer, está apático, desganado… Le notan un comportamiento raro”. Otra razón es la económica: en Etiopía no existe la seguridad social y pagar un hospital es algo que no todo el mundo puede permitirse. “He conocido mujeres con un hijo enfermo y otros cuatro sanos que han decidido dejar morir al desnutrido porque, con el dinero que tenían, debían elegir entre curar a uno en mal estado o alimentar a los que aún estaban bien. Para una madre es una decisión durísima, no podemos juzgarlas”, asevera el pediatra.

¿Y qué pasa cuando se producen estas carencias en los primeros años de vida de un niño? “La desnutrición afecta al sistema nervioso y provoca sentimientos de desgana, miedo, apatía… Hasta son ariscos”, relata Reyes. Depende de lo grave que haya sido esa desnutrición y del tiempo que hayan pasado así, los daños a posteriori serán peores. Sufrirán un lento desarrollo intelectual, no serán los mejores de la clase… Ese cerebro ya está tocado”, lamenta. Ese retraso en el desarrollo intelectual supone un alto coste a la economía de un país. Unicef estima que, debido a la desnutrición infantil, África pierde 25.000 millones de dólares (23.000 millones de euros) al año por la pérdida de productividad y los gastos en atención médica.

Kadir, de dos años, en un centro de alimentación terapéutica.
Kadir, de dos años, en un centro de alimentación terapéutica.LOLA HIERRO

La prioridad del Gobierno etíope es impulsar los programas de agricultura para combatir la desnutrición y dar independencia económica a las familias en el ámbito rural. Al mismo tiempo, el Ministerio de Salud cuenta desde 2008 con el llamado Plan Nacional contra la desnutrición que implementa en colaboración con Unicef, y que ha llegado a 228 de los 670 distritos del país, y sigue ampliándose. Cubre a más de siete millones de personas en las zonas más pobres, hasta donde lleva programas con los que reforzar la capacidad de las comunidades para evaluar la desnutrición, comprender las causas y las acciones necesarias y mejorar las prácticas de alimentación infantil, sobre todo durante el embarazo y los primeros 1.000 días de vida del niño.

Una de sus claves es reforzar la ingesta de yodo, hierro o vitamina A, micronutrientes de los que en el año 2005 carecían el 54, 40 y 61% de los menores de entre seis y 59 meses, según el Gobierno. Con este plan, en 2011 el 71% de estos niños recibieron suplementos de vitamina A, y los que sufrían anemia se habían reducido al 44%. Para 2015, los objetivos son reducir la prevalencia de niños con retraso en el crecimiento del 44% al 30% y la mortalidad del 9,7% al 3%.

Una de las medidas más promovidas es la lactancia materna durante, al menos, los seis primeros meses, algo que ya hacen la mitad de las madres

Las medidas gubernamentales son ambiciosas, pero la implementación falla, admite una monja católica que no quiere identificarse. Teme que si critica el sistema, le cierren su proyecto, situado en una aldea a en el sur de la capital y por el que no reciben ayuda económica estatal. Allí, igual que en el hospital de Gambo, la terapia de un niño desnutrido pasa por dos fases: la de recuperación y la de engordamiento. Durante la primera se administra al niño una leche hipocalórica que sirve para recuperar las funciones renales, hepáticas y la capacidad de absorción de nutrientes del intestino. “Todo te deja de funcionar y si comes, sin más, no arreglas nada”, puntualiza Reyes. Unos días después, el niño ya está preparado para comer a todo tren: es entonces cuando recibe otro tipo de leche, esta vez hipercalórica, que hace que engorde hasta 10 gramos diarios. “Tienes que ir a contrarreloj con ellos porque se mueren, no puedes esperar un año a que alcance su peso normal pues son niños en crecimiento y al cabo de ese año igual han tenido que triplicarlo”, completa. Cuando el paciente ha recuperado el 80% del peso adecuado a su edad, se le puede dar el alta en caso de estar ingresado.

Hasta el local donde se desarrolla el programa de alimentación de las monjas, unas 30 madres caminan durante horas cada día desde diversas aldeas de las montañas de la región con sus hijos, habitualmente desnutridos o muy débiles. Una vez allí, ellas son responsables de que se tomen la leche preparada y, en el caso de los que ya mastican, unas galletas de alto contenido calórico o la famosa pasta de cacahuete Plumpy Nut. Otro remedio más casero es una ración de fafa, un puré de cereales enriquecido con vitaminas de olor nauseabundo. “Les explicamos qué alimentos pueden dar a sus hijos y cuáles no, hablamos con ellas para que no se queden embarazadas cuando los que ya tienen son aún muy pequeños o están enfermos, y enseñamos medidas de higiene porque, si el bebé está sucio o lo están los utensilios que usa con él, podría enfermar”, asevera una enfermera de este centro.

Gracias a lugares como este han salido adelante niñas como Natasha, de tres años, que juega con aparente normalidad con el resto de compañeros, atiende a las actividades que organizan los voluntarios y baila con el resto cuando suena la música. “Llegó con los ojos hinchados como balones y llena de llagas”, asegura Marian, una voluntaria del programa. “Ahora la noto un poco lenta a la hora de relacionarse, pero ha mejorado mucho”.

Para Iñaki Alegría, recuperar a un niño es una gran satisfacción, pero nunca es completa porque recaerá si se repiten las mismas prácticas que le llevaron a esa situación. Por eso, en todo el país se desarrollan también proyectos privados que velan por la correcta alimentación de los niños. Encontramos otro ejemplo en Adigrat, una localidad de 65.000 habitantes situada en la frontera entre Eritrea y Etiopía. Allí, las monjas de la orden Filipini dan cada día a sus 234 alumnos de entre seis y 10 años una hogaza de pan y un vaso de leche fresca para desayunar. El primero viene de la aportación económica de la ONG soriana Amigos del padre Olarán. La segunda, de las vacas que pertenecen a la misión salesiana Don Bosco, en la misma ciudad. “No estoy segura, pero imagino que no comen más que una vez al día, o quizá solo aquí”, indica la hermana Berhan Melles. “Pero sí que lo estoy de que toman menos de lo que necesitan, y leche seguro que no”, completa. A su juicio, la diferencia entre un niño mal alimentado y uno satisfecho es totalmente palpable: “Cuando tienen hambre no rinden en clase, están sin energías, sin ganas de jugar y no se concentran en los deberes”, asegura.

En este contexto, no se puede olvidar que los niños siguen muriendo de hambre en Etiopía, da igual la razón. Pero la lucha continúa, los porcentajes de mortalidad poco a poco se reducen y muchos también se salvan. Niños como Natascha, que solo un pañuelo en la cabeza para ocultar su calvicie recuerda lo enferma que estuvo. Niños como Mitiku, que no sin dificultad consiguió librarse de la sonda y comer por sí mismo. O como Obse, a quien no le dieron ni una noche de vida y sorprendió a los médicos con sus ganas de vivir. El 7 de diciembre de 2014, Obse recibió el alta y se fue a su casa riendo y gesticulando, como cualquier otra niña de su edad. Como siempre debería haber sido.

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Sobre la firma

Lola Hierro
Periodista de la sección de Internacional, está especializada en migraciones, derechos humanos y desarrollo. Trabaja en EL PAÍS desde 2013 y ha desempeñado la mayor parte de su trabajo en África subsahariana. Sus reportajes han recibido diversos galardones y es autora del libro ‘El tiempo detenido y otras historias de África’.

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