Del 9-N al 10-N
La seudoconsulta catalana será ilegal si la hace la Generalitat, pero el Gobierno debe ser prudente
La clave de la jornada de hoy, 9-N, en que la Generalitat ha convocado a los ciudadanos catalanes a un simulacro de consulta sobre el futuro de Cataluña, es que el polémico evento no añada crispación a la coyuntura. Y que se llegue sin demasiadas abolladuras al día de mañana, 10-N, de forma que se pueda reconducir el insidioso litigio. No es mucho pedir, aunque para algunos sea demasiado.
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En aras de la coherencia jurídica, no es ocioso recordar que se trata de una convocatoria más que discutible: si el Gobierno catalán de Artur Mas persiste en protagonizarla, en su inicio, desarrollo o cómputo final, incurrirá en desobediencia al Tribunal Constitucional, que la suspendió.
Y los consejeros más involucrados serán los responsables judiciales del desaguisado. Quizá por eso, el siempre hábil Mas ha concentrado la gestión del evento en los militantes de su aliado democristiano, Unió: la vicepresidenta Joana Ortega y el responsable de Gobernación, Ramon Espadaler, apoyados desde fuera por el expresidente del Parlament Joan Rigol.
También puede suceder que el traspaso de la organización a las asociaciones reivindicativas, su privatización, sea real y no ficticia. En ese caso, la falsa consulta no conllevará más problemas que para quienes crean en ella. Pero incluso si la involucración de los agentes de Mas es algo más que retórica —tangible, pero no espectacular—, habrá que aplicar al asunto un criterio prudencial.
La prudencia no implica mirar hacia otro lado, ignorando la conculcación del ordenamiento. Significa, primero, aplicar el principio de proporcionalidad: no matar moscas a cañonazos. Y menos en perjuicio de la buena fe de gente irritada por la parálisis a que unos y otros han abocado a la cuestión catalana. Pero no solo será aplicable el principio de proporcionalidad de la reacción, sino también aquel según el cual toda actuación nunca debe causar mayores perjuicios de los que quiere evitar. Se trata pues de aplicar prudencia no solo por conveniencia política, sino también por criterios jurídicos sobre los que ahormar las conductas públicas. Incluso si en esta parodia de referéndum se produjese algún tipo de desobediencia administrativa (esto es, no la no perseguible de los ciudadanos), habría que calibrar si esta podría ser grave (delito) o no (falta).
Por eso la contenida actitud de la Fiscalía ante cualquier actuación discutible, pero no grave —lo que se corresponde con la inhibición del Tribunal Constitucional a amenazar a los posibles incumplidores de sus resoluciones—, y en general el perfil bajo del Gobierno tras la suspensión judicial del evento no es para nada criticable. Más allá de lo jurídico, en una situación política tan compleja y de tanta densidad emocional, es aconsejable el imperio de los grises moderados sobre blancos y negros radicales, que siempre tienden a generar situaciones indeseadas e irreversibles.
Por carente de garantías, huera de legalidad y administrativamente torpe, la falsa consulta de hoy, aunque pueda constituirse en comprensible aliviadero de ilusiones frustradas, no es políticamente computable. Puede, eso sí, ratificar una reiterada alta temperatura del malestar de muchos catalanes ante la carencia de respuestas del Gobierno a sus preocupaciones. Pero de ninguna manera configurar ningún mandato específico, mal que les sepa a sus esforzadas organizadoras.
El único mandato extraíble de quienes hoy hagan como que votan y de quienes se nieguen a ello es el propio del modo democrático: restañar las heridas y divisiones en una sociedad, la catalana, que no es monolítica; dialogar entre las instituciones a ello obligadas más allá de las inconveniencias partidistas para hacerlo; explorar soluciones constructivas en lugar de abonar recelos y resquemores, y negociar en consecuencia. Que los avatares del 9-N no impidan el retorno de la política el 10-N. Mañana mismo.
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