Casarse y divorciarse ante la Iglesia
Doctrina y tradición deben evolucionar en en favor de la dignidad de las personas
En el reciente sínodo de obispos contrastaban dos posturas: unos, en nombre de la indisolubilidad matrimonial, negaban el “acceso a los sacramentos a personas divorciadas y casadas de nuevo civilmente”; otros, apostaban por “acogerlas pastoralmente, pero sin cuestionar la indisolubilidad”. El consenso entre ambos parece pagarse no tocando la indisolubilidad. Otra alternativa minoritaria repiensa el sentido de la unión matrimonial, admitiendo evolución en la doctrina: la indisolubilidad no sería principio abstracto y punto de partida, sino meta de llegada del proyecto concreto de unión de los esposos. Esta propuesta integra lo existencial, lo jurídico y lo religioso, apoyando la promesa desde la conciencia, la legalidad y la fe.
Casarse es verbo intransitivo. Nadie “los casa”. Se casan los cónyuges, protagonistas del compromiso de amor para hacer de dos personas una. Formalizan su promesa ante la sociedad, ante la Iglesia, o ante ambas. El consentimiento mutuo tiene un aspecto personal, como promesa; una expresión legal, como contrato; y, en el ámbito religioso, un rostro sacramental, como símbolo de trascendencia en el amor.
La ética protege la promesa. El Derecho ampara el contrato. La Iglesia testifica la gracia del sacramento. La ética personal protege la promesa, interpelando desde la conciencia e impulsando con el amor para animar a su cumplimiento. El Derecho interviene para garantizar el contrato y proteger la seguridad jurídica de cónyuges y familia. La Iglesia da fe de la gracia divina para que el símbolo sacramental arraigue y fructifique.
La Iglesia da fe de la gracia divina para que el símbolo sacramental arraigue y fructifique
En caso de fallo irreversible, tanto la ética como el Derecho y la Iglesia desempeñarían las respectivas funciones para confirmar el cese de la unión y la posibilidad de un comienzo nuevo tras un divorcio responsable. Si se exige responsabilidad en las uniones de hecho y en los matrimonios civiles o religiosos, también será necesaria en separaciones de hecho, y en los divorcios civiles o religiosos. Expresiones prudentemente cercanas a este último caso —aunque tímida y cuidadosamente diplomáticas en su expresión para evitar la persecución de los inquisidores— serían el camino de rehabilitación sugerido por el cardenal Kasper (El evangelio de la familia, 2014) antes de una posible bendición de segundas nupcias tras un divorcio.
Reconocer así un divorcio, a la vez civil y religioso, pondrá en guardia a teólogos y canonistas defensores de la indisolubilidad como doctrina tradicional de fe vinculante para la Iglesia. Pero doctrinas o tradiciones pueden y deben evolucionar en favor de la dignidad de las personas. Si san Pablo admitía una disolución “en favor de la fe”, ¿por qué no admitirla “en favor de la dignidad de los cónyuges”?
La boda es momento, pero el matrimonio es proceso. La unión indisoluble es la verificación vivida y convivida, que no siempre se logra, de una promesa personal, reconocible civilmente como contrato y religiosamente como símbolo sacramental. Una reflexión antropológica, como la filosofía de Ricoeur, iluminaría la cuádruple característica de la promesa esponsal: responsable, vulnerable, reconciliable y —en caso de fallo irreversible— rehabilitable.
La sociedad, que testimonia y protege civilmente la unión, formaliza el divorcio con seguridad jurídica para los cónyuges y familia. También la Iglesia, que acompaña desde la fe el camino de la pareja, debería acoger los procesos de reconciliación y sanación, así como los de rehabilitación y nuevo comienzo.
La “comunidad de vida y amor” requiere tiempo y a veces no se logra
En los telefilmes, las cámaras cuidan el dramatismo del “sí, quiero”, sobre todo si el guion exige un “no” de la novia, con récords de audiencia por su espantada. Pero ni el “sí” de la pareja es un abracadabra productor del vínculo, ni el coito de una noche basta para dar el matrimonio por consumado. La consumación “de manera humana”, dice el Código Canónico (n. 1061), requiere toda una vida. En vez de usar la metáfora del yugo, más propia para bueyes que para personas, o la imagen del vínculo catenario que aprisiona, el Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, n. 48) calificó al matrimonio como “comunidad de vida y amor”. “Serán una sola carne” (Génesis 2, 24) si se unen a lo largo de la vida. Tal comunión no se logra por mera declaración legal o fusión corporal, ni siquiera por bendición religiosa. Requiere tiempo y, a veces, no se logra, se vulnera o se deshace. Unas veces por causa de uno de los cónyuges, con o sin culpa; otras, por causa de ambos; o de ninguno, sino por circunstancias externas.
Si la ruptura es reparable, se buscará la recomposición posible del proceso de unión vulnerado. Si es irreversible, habrá que buscar recursos de sanación para ambas partes y apoyos rehabilitadores para rehacer el camino de la vida. No debería extrañar que, así como hay matrimonio civil y religioso, pueda haber también divorcio civil y religioso. Casarse y divorciarse responsablemente son comportamientos humanos, civil y religiosamente confirmables; son atestación de compromisos personales, afianzables y protegibles, tanto por la sociedad civil como por la comunidad creyente.
Juan Masiá Clavel es jesuita, profesor de Bioética de la Universidad católica Sophia, de Tokio.
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