Los más listos adoran Burning Man
Toda la élite tecnológica (y otras) ha sido abducida por una fiesta que se celebra en medio del desierto de Nevada donde no se admite dinero ni trueque, sólo regalos
"Nadie puede entender Silicon Valley sin haber pasado por el Burning Man”. Lo dice una de las mentes más preclaras del valle, la de Elon Musk, cofundador de PayPal y creador del primer coche eléctrico viable. La historia, por su parte, tiene en un sitio de honor el día que Google dibujó su primer doodle: ocurrió en 2008 cuando Larry Page y Sergey Brin fueron, cómo no, a Burning Man. Según la mitología techie, ambos eligieron a Eric Schmidt como CEO de Google porque era el único candidato que había estado en el evento.
Usted no pasará más de un mes en San Francisco sin que alguien le invite a Burning Man. Toda la élite tecnológica (y otras) ha sido abducida por una fiesta que se celebra en el desierto de Nevada, en una ciudad que brota temporalmente, Black Rock City, que reúne a 50.000 almas en condiciones de radicalidad absoluta: no se admite dinero ni trueque, sólo regalos. Uno ha de llevar todo lo que necesite para pasar una semana: desde la comida, el agua y la energía hasta la casa y el transporte, y luego llevárselo de vuelta. No hay servicio de basura y uno de los 10 mandamientos es no dejar rastro humano ni ecológico. De la bacanal que acaba de vivir, sesiones de bondage y masturbaciones colectivas incluidas, sólo debe quedar el recuerdo.
El ingeniero Juan Pablo Puerta lleva 10 años asistiendo puntualmente, y fue quien primero me invitó al festival: “Black Rock City es uno de los peores lugares de la tierra. Un desierto sobre un antiguo lago, a 2.000 metros de altura. La temperatura es de más de 50 grados por el día y de noche cae bajo cero. El polvillo blanco que levanta el aire te entrará por los ojos y los pulmones. No hay nadie en 100 kilómetros, tampoco un enchufe o un grifo. Hay que estar como una cabra para ir en agosto. Tienes que ser especial, alguien que, como dice el reverso del tique de entrada, acepte que puede morir en el desierto. Alguien muy al límite, que disfrute experimentando con su vida. Porque ésa es la idea de los organizadores: que el desierto sea un filtro: Sólo disfrutarán Burning Man quienes merezcan estar ahí”.
Hay que estar como una cabra para ir en agosto. Tienes aceptar que puedes morir en el desierto”
No me pregunten por qué, pero sigo sin haber pisado el lugar. Sin embargo, nuestro asiduo amigo acaba de volver y ha puesto a prueba por tercer año consecutivo la casa que se construyó para sobrevivir allí: “Es un hexayurt, un yurt mongol de láminas de aislamiento que se pliega como una pajarita de papel; tiene su propio aire acondicionado, que funciona con un mecanismo de evaporación”. También cuenta que se paseó por el festival con “un gorro de plumas, hombreras enormes hechas de neumáticos viejos, botas de cuero hasta la rodilla y un sari indio”.
En su opinión, vale la pena esperar la noche para ver en acción las neuronas de Silicon Valley: “La gente se fabrica chaquetas de millones de leds que reflejan visualizaciones de la música que se emite; lo que de día son coches mutantes se transforman en discotecas, ya sean autobuses de dos pisos, barcos veleros o grúas industriales. Las zonas de baile, estáticas y móviles, están entre las mejores del mundo. Y hay drogas, miles y miles de dosis de cualquier droga, para abrir la mente”. Todo lo de fuera, es decir, todo lo que no sea Burning Man, se considera “el mundo por defecto”.
Burning Man es un imán para la élite techie de todas las culturas. La idea de temporalidad fascina a una generación de inventores que sueña con la disrupción total para crearlo todo otra vez. Es el ritual pagano que cada agosto los cerebros privilegiados ofrecen al dios de la tecnología. Una vez que el fuego lo arrasa todo se disponen a inventar, una vez más, el mundo (por defecto).
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