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Mi amigo al otro lado de la valla

La barrera que separa a los sanos de los enfermos de ébola en Liberia parece infraqueable, pero también hay quien consigue pasar al otro lado

Patrick Poopel, de seis años, con el documento que certifica que ha superado el ébola.
Patrick Poopel, de seis años, con el documento que certifica que ha superado el ébola.Morgana Wingard

Liberia está dividida por una doble valla naranja. La construimos para mantener la enfermedad a raya. La levantamos para separarnos a nosotros (los sanos, los privilegiados) de ellos (los enfermos, los necesitados). La construimos para sentirnos menos mortales.

Patrick está dentro. Yo estoy fuera.

Le veo todos los días; nos sonreímos y saludamos. Patrick no es más que un niño pero se pasa el día con hombres cinco veces mayores que él, casi como si tratara de compensar el hecho de que es demasiado joven para morir. Cuando tienen suficiente energía juegan a las damas y al póker, y escuchan BBC África en la radio que les traje un día con mi disfraz de invasor espacial. Patrick tiene una sonrisa tímida y torcida y un moratón junto a su ojo derecho. Acaba de perder a su madre pero su padre está ahí con él, en este horrible lugar.

Todos los días me digo a mi misma: Ane, no dejes que Patrick te robe el corazón, este niño no pertenece al mundo de los vivos. Estará aquí una semana y, después, se irá para siempre. ¿Cómo vas a hacer tu trabajo una vez que Patrick se haya ido? ¿No recuerdas con lo que te estás enfrentando aquí? “Este asunto del Ébola”, como dicen en la radio. Una tasa de mortalidad potencial de hasta el 90%. La gente al otro lado de la valla no regresa a este lado. Sabes que es peligroso acercarse.

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Me lo repito todos los días y nunca me escucho. Es imposible no buscar su sonrisa ladeada cada vez que llego a trabajar por la mañana. Es imposible no darme cuenta de los pequeños cambios en sus niveles de energía de un día a otro. No puedo resistir saludarle, escrutar su rostro y su expediente médico intentando desesperadamente encontrar cualquier detalle que me dé esperanzas de que está mejorando. Alguna señal que me permita albergar la ilusión de que algún día podremos jugar al póker, sin las dificultades que supone llevar mascarilla, gafas protectoras y doble guante.

Y es entonces cuando llega la horrible mañana. Esa para la cual me intenté preparar. La mañana en la que Patrick ya no me saluda. Miro a través de la valla y allí está, tumbado en un colchón a la sombra. Sus amigos, todos hombres mayores, caminan de puntillas a su alrededor, parecen preocupados. Me preparo. Me temo lo peor.

Su padre me cuenta que Patrick ha estado toda la noche quejándose de que le duele el estómago. El pequeño tiene los labios agrietados, resecos, los ojos febriles y apenas conserva una brizna de su energía habitual. Intenta sonreír al verme.

Todos los días me digo: Ane, no dejes que Patrick te robe el corazón, este niño no pertenece al mundo de los vivos

—Patrick, amigo, no tienes buena cara. Me preocupa verte así. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?

Patrick levanta la mirada y susurra algo. Me acercó a él con mi voluminoso traje espacial. ¿Qué ha dicho?, me pregunto.

—¿Me puedes conseguir una bicicleta?, me dice.

¡Ay Patrick! ¿Dónde conducirías tu bicicleta? Ahora estas rodeado de vallas naranjas y nunca aprenderás a montar en bici. No se trata solo de un dolor de estómago. ¿No te contaron tus amigos mayores sobre esta maldita enfermedad? ¿o bajaban el volumen cuando en BBC África explicaban algunos de sus horribles síntomas?

Salgo de la zona de aislamiento. No quiero empezar a llorar dentro de las gafas. Me odio a mí misma por haber conocido a este niño. ¿Por qué no me quedé en casa?

Me prometo a mí misma que conseguiré un trabajo normal.

La mañana siguiente, algo me empuja a volver. Quiero estar ahí por su padre. Parece agotado pero, en cuanto me ve a través de la valla, me saluda con una sonrisa enorme. Junto a él y desplomado en la silla, alguien me está mandando una sonrisa tímida y torcida. Patrick no tiene suficiente energía para levantarse, así que me visto con el traje de protección y entro. A pesar de solo ver una parte minúscula de mi rostro, Patrick me reconoce:

—Veo a mi amiga. ¡Pero no veo mi bicicleta!

No puedo decirle que no pensaba que sobreviviría la noche. Intento encontrar las palabras adecuadas. ¿Puedo decir que se me olvidó? Patrick me mira con severidad.

—La señorita olvida, ¡pero el hombre no!

Patrick, ¿de dónde sacas estas cosas? ¿Es esto lo que oyes de tu entorno? Prométeme que algún día empezarás a pasar el tiempo con niños de tu edad.

Ser dado de alta en un centro para pacientes de Ébola resulta confuso. Tras semanas rodeado de personas que tienen miedo de acercarse, de repente todos quieren abrazarte

Patrick y su padre fueron dados de alta el pasado domingo. Parecían agotados. No me podía creer que Patrick se había curado de Ébola antes de que el moratón junto a su ojo derecho hubiese desaparecido. Se había quedado tan delgado que tuvimos que ajustarle los pantalones con un trozo de cuerda.

Ser dado de alta en un centro para pacientes de Ébola resulta confuso. Tras semanas rodeado de personas que tienen miedo de acercarse, de repente todos quieren abrazarte y besarte. Puede desconcertar a cualquier persona, incluso a un pequeño sabio como Patrick.

En las raras ocasiones en las que un paciente se recupera le proporcionamos un certificado que acredita que ha superado la enfermedad, que el análisis demuestra que es negativo para el virus del Ébola.

Aquí está Patrick Poopel, de pie, en mi lado de la valla, sonriendo tímidamente con su certificado de alta, preparado para aprender a montar en bici.

Al contrario de lo que puedas pensar, Patrick, esto es algo que esta señorita nunca olvidará.

Ane Bjøru Fjeldsæter, psicóloga, 31 años, nació en Trondheim, Noruega. Ane ha estado un mes en Monrovia formando parte de la respuesta de Médicos Sin Fronteras al brote en Liberia

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