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Columna
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Esperanza

En mi remota adolescencia, en el internado en el que estudiaba había un coro al que todos los muchachos queríamos pertenecer

Julio Llamazares

En mi remota adolescencia, en el internado en el que estudiaba había un coro al que todos los muchachos queríamos pertenecer porque, aparte de posibilitarnos viajes impensables entonces para nosotros (hablo de Santander o Valladolid, no de Roma, no crean), nos abría la puerta a algo que entonces sí que era inaccesible de verdad: la televisión. Y es que el coro de mi colegio era el que acompañaba siempre los conciertos de villancicos de Raphael, que se trasmitían para toda España el día de Navidad. La cuestión es que una mañana yo me encontré en un aula del colegio frente al fraile que dirigía el coro haciendo la prueba, él con el hábito remangado hasta la cintura para no enredarse con él y yo, con doce inocentes años, cantando la canción que había elegido para demostrar mis registros vocales porque era la única de la que sabía la letra: “¡De nada vale la vida que vivimos / si de mujeres nunca se sabe, / la que no es buena lo parece algunas veces / y la que es mala no lo parece / Esperanza, por Diooos!…”

La prueba la suspendí (supongo que no ayudó la canción aunque tengo que reconocer mi falta de oído) y mi deseo de pertenecer al coro se esfumó, pero la escena del director tocando el piano y yo cantando Esperanza me viene a la cabeza siempre que veo a Esperanza Aguirre en televisión (esa en la que yo quería salir haciendo los coros de los villancicos a Raphael). Por eso, en lugar de un juicio sesudo sobre su comportamiento con la policía, que es lo que se esperaría de mi, lo único que se me ocurre decir de ella en este momento es lo que yo cantaba aquel día en aquel internado de la posguerra: “¡Esperanzaaa, Esperanzaaa, / tan graciosa pero no eres buenaaa!…”

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