Ucrania, más allá del frente de batalla
Tras meses de conflicto, la sociedad pelea por mantener su vida cotidiana al margen de los enfrentamientos armados
Antes de que llegaran los rusos, nos quejábamos a menudo de lo plácida y aburrida que resultaba la vida aquí, en Simferópol. Paseos por el parque Gagarin, alameda arriba y abajo; una vuelta en la noria y caballitos con los niños; excursiones de un día al campo, o a Sebastopol o Yalta, y, los sábados, dejar a los críos con los abuelos para ir a ver una película, siempre americana… del enemigo (risas). A partir de ahora seguro que programan cine ruso”, bromea Sevil, sentada en un café del centro de la ciudad. Con un divorcio a cuestas, una mudanza y dos hijos pequeños, la anexión rusa de Crimea, en marzo, es casi la última preocupación de esta tártara de 35 años que vive en la capital de la península del mar Negro, conserva en secreto su pasaporte ucranio –además del oficial, el ruso– y pretende seguir viajando por el mundo como ha venido haciendo los últimos años, ora trabajando en cruceros, ora en campamentos de verano o como guía turística.
Mientras, con su amiga Yevguenia, ucrania étnica y madre de un crío, pule su buen inglés en los karaokes de la avenida de Pushkin, un coqueto paseo orlado de prunos y de almendros y animado por las matinées del teatro homónimo, con su correspondiente estatua del gran bardo entre rosas y laureles secos. Junto a los bares con música brasileña donde Sevil y Yevguenia rematan las noches del sábado proliferan las tiendas, ubicuas, de la manzana informática, o escaparates con flamantes jimmychoos que las dos amigas ojean sin disimulo.
“Lo que nos está pasando es surrealista. De un día para otro cambias de país [de Ucrania a Rusia] sin hacer una sola maleta, sin haberte movido ni un centímetro del sitio. Por pragmatismo, te ves obligado a aceptar la nacionalidad rusa para facilitar los trámites del día a día, como mi divorcio o la venta de mi apartamento, aun así demorados por la parálisis administrativa que ha seguido a la anexión. No me apetece nada, ni a mí ni pensando en el futuro de mis hijos, meterme en el túnel del tiempo y aparecer en un limbo soviético, pero, en comparación con lo que sucede en el este [de Ucrania], lo de Crimea ha sido un juego de niños”, explica Sevil. Sí y no, según se mire: el primer efecto de la anexión ha sido, para ambas, la pérdida de su trabajo, al cancelarse el proyecto de desarrollo turístico en el que habían colaborado los últimos dos años.
“Ha sido una verdadera lástima”, lamenta Yevguenia, rusófona como Sevil –y como el 80% de la población de Crimea–, “ahora que el turismo empezaba a despegar tímidamente, y comenzaban a venir europeos y algún que otro norteamericano, pese al déficit de infraestructuras… Las compañías aéreas extranjeras han dejado de volar a Crimea y la península ha sido confiscada de nuevo por los rusos, que son los que siempre la han disfrutado, salvo durante los 23 años de independencia de Ucrania. Pero no sólo el turismo, me temo que también el ocio y la cultura, nuestra vida cotidiana, se verán afectados por ello. Por decirlo de otra manera, intuyo que dejaremos de ser los cosmopolitas que éramos para pasar a ser unos nuevos provincianos. Unos provincianos rusos”.
Dejaremos de ser cosmopolitas para ser unos provincianos rusos”
Crimea siempre ha sido la joya de la corona desde que la Rusia zarista y la Unión Soviética la convirtieran en lugar de veraneo para zares y jerarcas del régimen. En lo geográfico, Crimea es un verso suelto, donde el paisaje se anima hasta la lujuria y el sol es un ansioso anticipo del sur. La Ucrania continental, en cambio, es el lugar donde la estepa se funde con Europa y donde la frontera líquida del río Dniéper separa Oriente y Occidente, alumbrando, a aquel lado, campos desprovistos de horizonte y un oscuro hilván de fábricas y minas; y a este, delicadas ciudades como Kiev o Lviv, con su perfil de cúpulas de cebolla y sus fachadas modernistas como pasteles –rosas, celestes, crema, verde agua–, punteadas de volutas y cariátides. A las puertas de Europa, la promesa de paisaje de los Cárpatos interrumpe la tierra sin relieve que alfombra el 90% del país, el segundo mayor de la región tras Rusia. Porque eso parece desde el cielo Ucrania: un plano fijo, inmóvil, congelado; por extensión, la metáfora de un conflicto envenenado.
En virtud de esa dualidad geográfica, al otro lado del Dniéper se concentra lo ruso, lo soviético: una almoneda de símbolos y ecos que muchos –casi todos desde 1991, año de la independencia de Ucrania de entre las ruinas de la URSS– daban por muertos y que sin embargo entraron en ebullición en febrero, cuando la protesta del Maidán desalojó del poder al presidente prorruso Víktor Yanukóvich, y el Donbás, la cuenca hullera que comprende las provincias de Donetsk y Lugansk –de mayoría rusófona, el 60% de sus siete millones de habitantes–, se rebeló contra un Kiev anhelante de Europa.
Ucrania siempre ha albergado esas dos mitades, como un Jano bifronte que mira en direcciones opuestas, pero, lejos de ahormarse por mor de un cierto acercamiento a Occidente, éstas se enseñan ahora los colmillos, en un conflicto que desde abril se ha cobrado más de dos mil vidas y un reguero de destrucción y mentiras, las que genera toda guerra de propaganda: la del Este contra el Oeste, y viceversa; ucranios contra rusos; el imperio de Putin contra el mundo. El apoyo de Moscú a los separatistas le ha granjeado un rosario de sanciones –en especial tras el derribo, el 17 de julio, de un avión comercial con 298 personas a bordo–, más las que podrían sobrevenir a corto plazo, a juzgar por el incierto desarrollo, militar y político, de una contienda en la que la carta del gas ruso definirá un otoño, más que caliente, helado. Si Moscú cierra el grifo, o Kiev los gasoductos, media Europa se morirá de frío.
Los últimos días felices de la periodista Aliza Sapova transcurrieron también en Crimea, piedra de toque de la crisis tras su anexión. Poco antes de que prendieran las protestas en Kiev a finales de noviembre de 2013, esta ucrania de lengua rusa, entonces residente en la ciudad de Donetsk –el bastión separatista del Este–, disfrutó de sus habituales vacaciones en la península del mar Negro como solían hacer, año tras año, unos cuatro millones de ucranios; los mismos que en 2014 han cancelado el 96% de sus reservas, según Ksenia Novytska, operadora turística de Simferópol, que subraya “la ruina total de un sector que animaba entre el 30% y el 40% de la economía local”.
Es el infierno, el enfrentamiento exacerbado. demasiado mal karma”
“Todos los años pasábamos tres semanas en el mar, en Alupka, cerca de Yalta”, recuerda Sapova. “Crimea era nuestro Mediterráneo particular, un paraíso lleno de sol, playa y comidas al aire libre; a unas horas de coche de Donetsk y con precios asequibles. Pero mi familia no quiere ni oír hablar de Crimea, aunque la situación sea muy tranquila allí en comparación con Donetsk”. Una ciudad, ésta, de la que Sapova y su pareja huyeron hace casi dos meses y que hoy salta en añicos por la ofensiva del Ejército contra los separatistas, con decenas de civiles muertos a diario. “Es el infierno, el enfrentamiento exacerbado a flor de piel. Demasiado mal karma”, cuenta desde Kiev, donde intenta empezar de cero.
Sapova recuerda el bullicio del Lido de Yalta, el paseo marítimo, “con familias enteras de paseo; niños gritones y maleducados, mujeres con taconazo y enjoyadas de la mañana a la noche y mafiosos de medio pelo haciendo ostentación de riqueza en las salas de juego, los hoteles de lujo o los balnearios. Un ambiente un tanto hortera, pero vivaz y divertido”. En la zona conocida como Big Yalta –el litoral de una ciudad con ecos poderosos que decepciona por su grisura y la acumulación de cemento– uno se siente en una arcadia inédita, abierta a playas alfombradas de guijarros de colores y cipreses y adelfas, y un mar de aguas cristalinas, todo lo cálidas que esas latitudes permiten.
La geografía urbana proclama sin disimulo su pasado ruso-soviético: estatuas de pioneros cosmonautas o líderes del Komsomol (las juventudes comunistas), parques de atracciones con ademán de autómatas, palacios de mármol blanco para jóvenes zarinas, como el de Livadia, sede de la Conferencia de Yalta en 1945; campos de verano como el de Artek, fundado en 1925 y asomado a una gloriosa playa virgen, o ciudades imperiales como Sebastopol, sede de la flota rusa del mar Negro, que desde marzo ha recuperado ese aire de felicidad ilusoria de las mañanas de domingo, con sus bábuschkas (abuelas) envueltas en toquillas vendiendo gatitos en cestas de mimbre, o atildados oficiales de la Armada de paseo, con uniformes a los que parece que hayan sacado brillo. “No es orgullo de nativa, pero esto sí que es, o era, otro mundo. Ni Ucrania ni Rusia, Crimea”, se ufana Yevguenia.
Antes de convertirse en frente de batalla, también Donetsk vivió tiempos felices. Hace sólo dos años, la versión ucrania de la revista económica Forbes la eligió como mejor ciudad del país para hacer negocios por sus solventes infraestructuras: un aeropuerto internacional flamante, reconstruido ex profeso para la Eurocopa de fútbol de 2012 (y cerrado desde el 26 de mayo por los combates); hoteles de lujo, con el Donbass Palace, propiedad del magnate Rinat Ajmétov, a la cabeza en prestancia y tarifas; el estadio del FC Shakhtar Donetsk –propiedad del oligarca– (de categoría élite según la UEFA y hace días blanco de los obuses); buenas conexiones ferroviarias, tiendas de lujo y joyerías, amenazantes por lo acorazado y opaco de sus fachadas y obscenas si se comparan con los míseros suburbios pos-soviéticos… La inseguridad ha hecho que el FC Shakhtar, la imagen de marca internacional de la ciudad, se haya visto obligado a trasladar su sede a Kiev y disputar sus partidos en Lviv, a 1.200 kilómetros de Donetsk. Ni siquiera los símbolos se libran de la guerra.
No me detuve ni a hacer la maleta; fui corriendo a la estación y cogí el tren a kiev”
Alina Klimenko, profesora de la universidad de Donetsk pero oriunda del Oeste, también ha puesto tierra de por medio de la ciudad “harta de la proliferación de hombres armados en las calles, dotados de todos los pertrechos imaginables, de pistolas a lanzagranadas o tanques; algo incompatible con la cordura. No me detuve ni a hacer la maleta; fui corriendo a la estación y cogí el primer tren a Kiev. Dudo que vuelva: aquí [en Donetsk] los argumentos de ambas partes no explican ni convencen; sólo resuenan con estruendo. Es imposible que lleguen a entenderse”. Alina Klimenko lamenta haber renunciado a “un destino cómodo, en un lugar aburrido pero con mucha calidad de vida y una oferta cultural aceptable”: la llamada “ciudad de las mil rosas”, ufana de sus cuidadísimos parques y jardines, blindada por el dinero de los oligarcas y donde, junto a humildes gastronom –ultramarinos– llenos a rebosar de sardinas arenques, florecían tiendas gurmés de marcas exquisitas.
La crisis de Ucrania, como tantas otras que sobresaltan de improviso al mundo, ha alumbrado un rosario de topónimos y términos tan familiares ya como el tablero de una mesa camilla. El primero de todos fue el Maidán, la espita del conflicto: esa asamblea cuasi permanente, a medias entre la protesta ciudadana y la guerrilla urbana, y que para Moscú, y por extensión el Este, encarna todas las amenazas; el rechazo del Donbás a las nuevas autoridades de Kiev –“golpistas y fascistas”, para el Kremlin– desató el alzamiento armado. Del irredento Maidán, que se resiste a ser desmantelado, queda ahora una urdimbre a medio camino entre la trinchera y el parque temático en el corazón mismo de una ciudad con más de quince siglos de historia, delicada como una pieza de música de cámara y acosada por desalmados centros comerciales.
Aunque la vida de la ciudad ya no gravita como en los últimos meses sobre el Maidán, la plaza es también un centro de reclutamiento donde decenas de jóvenes como Antón y Andréi, ambos kievitas y universitarios, se han enrolado en batallones de voluntarios un tanto desharrapados –chanclas, bermudas y gorras de béisbol contra el sol– para combatir en el Este. “Es ahora cuando le hacemos falta a Ucrania. El Maidán estuvo bien, fue una efervescencia popular y lo disfrutamos mucho, pero la tarea no terminará hasta que cerremos la brecha que ha abierto Moscú en nuestra tierra”, cuenta Antón, remiso a dar su apellido. “Fue un subidón que duró meses, tal vez por eso nos resistimos a abandonarlo y todos los que participamos acabábamos viniendo a pasar la tarde… o la noche”, explica Andréi.
Su ardor guerrero es refractario a argumentos académicos, como los que subrayan la historia compartida durante siglos con Moscú, la misma pertenencia a Rusia –al imperio zarista, y luego a la URSS– de Ucrania. ¿Y cómo se imaginan, desde el grandioso decorado blanco y dorado de la plaza de la Independencia, sede del Maidán, el campo de batalla del Este? “Nos han dicho que es otro mundo, otra Ucrania. Mucho más atrasada que Kiev, como volver atrás en el tiempo. Pero ¡vamos allí a defender nuestra patria!”, arguyen a coro desde la atalaya épica de sus veinte años. Sólo aseguran que echarán en falta los bares underground, garitos con “actuaciones en directo de muchos grupos punkis y con ríos de cerveza y chicas guapas” (Antón); “tiendas de camisetas y cómics, y las pistas de skate” (Andréi), y todas las facilidades de una gran ciudad que, comparada con Donetsk, es el puro Manhattan.
Crimea era la joya de la corona para Putin por razones estratégicas –la única salida a un mar cálido, la sede más meridional de su flota– y en verdad resulta fácil de entender el apetito voraz de los imperios por ese rombo de tierra que mira al sur: frente a la tundra rusa, o la interminable estepa, Crimea es literalmente el paraíso. Pero la rusificación en marcha ha expulsado a miles de personas, que sobreviven en alguno de los sanatoriums de la región de Odesa, otra ciudad de ecos legendarios, mientras los nuevos ricos surgidos en los noventa al amparo del oligarca de turno –nada se guisa en Ucrania sin su consentimiento– cierran salas de hoteles de lujo para fiestas mayúsculas, estrepitosas como una huida hacia delante o un canto de cisne. Parecido panorama se vivía en Donetsk con los tanques en las calles. “Es curioso constatar cómo, a medida que la situación empeora, estos clientes tiran aún más la casa por la ventana, incluso con fiestas para niños con animadores y música y payasos que costaban mi sueldo de muchos meses”, confiaba en mayo el gerente de un hotel de lujo de la ciudad.
Enumerar, siquiera esbozar, los elementos del conflicto peca, como todo resumen o generalización, de impreciso, pero, a vuela pluma, podrían ser los siguientes: un juego de oligarcas –Rinat Ajmétov, auténtico factótum de la región, es el más conocido y poderoso, pero no el único–; fuerzas de seguridad afines a Moscú; una incipiente clase media liberal, moderna, que mira hacia Kiev, y una compacta masa obrera de identidad y lengua rusas, partidaria de un mayor grado de autonomía cuando no de la abierta secesión. Así contado, no faltarían ecos de lucha de clases para atizar la hoguera identitaria, o nacionalista (dicho lo último en ambos sentidos, proucranio y prorruso). Pero Antón Nagolyuk, diseñador de programas huido de Donetsk, prefiere contarlo de forma más plástica: “Sólo tienes que fijarte en el aspecto, en las costumbres y los lugares que frecuentamos los proucranios y los que visitan ellos [los prorrusos]: hasta la forma de vestir marca la diferencia”, cuenta Nagolyuk, camiseta de moderno grafismo, zapatillas de marca y gafas de diseño; un hípster a la ucrania, con su pulcra bicicleta a la puerta. En la experiencia cotidiana, resulta difícil no caer en esa tentación cromática: el solo atisbo de un rasgo de color en la vestimenta de un transeúnte apunta a uno de los bandos, con un margen de error casi nulo.
En el otro lado, el atuendo de Kiril Cherkasev, sociólogo de la Universidad de Donetsk y partidario de la secesión del Este, supone un anacronismo tan palpable como las bombas. Zapatos de rejilla blancos y calcetines de nailon a juego; traje de chaqueta de cuadros de mantel y un maletín negro del que extrae los argumentos que consagran la pertinencia de la revuelta: decenas de folios de encuestas propiciatorias, dedicadas a consagrar el anhelo separatista, “porque esto nunca ha sido Ucrania, sino una parte de la madre Rusia”. A Cherkasev no resulta difícil verle en el cuartel general rebelde, o de paseo por el parque de los Caídos, coronado por un guerrero mayúsculo que recuerda a todos cuantos murieron en la II Guerra Mundial y a dos pasos del Donbass Arena, el futurista estadio de cristal y acero del Shakhtar. “Este parque es muy estimulante intelectualmente hablando; nos recuerda toda la sangre derramada en el Este para librarnos del yugo nazi. Ahora lo haremos del yugo de Kiev”, zanja tan pancho, como un apóstol académico.
Stalin, temeroso del nacionalismo ucranio, aniquiló la clase intelectual y diezmó la población mediante un programa de colectivización que mató de hambre a cinco millones de personas en dos años (1932-1933). A la guerra le ha resultado muy fácil imponerse sobre ese erial de ideas y argumentos; los exasperados puntos de vista de unos y otros lo confirman sobre el terreno con el afán destructor de la artillería. Alosya Bolot, joven curadora del centro de arte Izolyatsia –un guiño de modernidad en Donetsk, pura metáfora posindustrial, cerrado por las bombas–, recomienda no pedir peras al olmo: “¿Intelectuales, aquí? ¿Expertos desapasionados y neutrales? ¡No los hay! ¡Aquí sólo hay trincheras!”, exagera entre risas en una chocolatería de aire vienés contigua al teatro de la Ópera, donde la madre del diseñador Nagolyuk dirigía hasta mayo el ballet infantil, cerrado por la huida de las familias de más de la mitad de los pequeños. Un diminuto mundo de puntas y tutús, tules y piruetas que, como los cisnes de la obra de Chaikovski, y como el mismo este de Ucrania, parece haber entonado su último canto.
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