Con el espíritu de las viejas utopías
Latinoamérica no solo debe crecer, sino que debe hacerlo de manera democrática y sostenible. Necesita políticas que reduzcan la corrupción, la evasión fiscal e impulsen un gasto público más transparente y eficiente
Hace setenta años, en medio del caluroso verano de 1944, los vecinos del tranquilo pueblo rural de Bretton Woods en New Hampshire fueron testigos de uno de los eventos más importantes de la época moderna. Durante tres semanas se reunieron 730 delegados de 44 naciones en el elegante hotel Mount Washington, famoso centro de descanso y esparcimiento, para discutir y formular los lineamientos fundamentales que habrían de establecer la nueva arquitectura financiera y económica internacional de la posguerra.
Los dos protagonistas principales de los debates celebrados en Bretton Woods fueron el economista norteamericano Harry Dexter White y el famosísimo economista británico John Maynard Keynes. Sus propuestas sentaron las bases para la creación del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial (Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo). A partir de entonces se pusieron en boga debates amplios y duraderos sobre el desarrollo internacional, que habrían de ejercer gran influencia en las políticas públicas de Gobiernos, organismos multilaterales y bancos de desarrollo.
Hoy en día cabe preguntar si nos encontramos ante un nuevo escenario global que requiere cambiar las formas de pensar conceptos y prácticas que fueron dominantes durante más de medio siglo. Por una parte, resulta evidente que actualmente la economía mundial depende cada vez más del dinamismo de los países de Asia, América Latina y África, y menos de la hegemonía tradicional de Estados Unidos y de Europa. También es claro que tras el colapso financiero de 2008 y sus secuelas, el propio desarrollo económico tropieza con agudos desafíos, que se acentúan por el enorme impacto del cambio climático, cuyas graves consecuencias apenas comenzamos a vislumbrar, patentes, entre otras cosas, por el acelerado aumento del calentamiento global.
De ahí que resulta oportuno reconsiderar las premisas clásicas de las teorías del desarrollo que nacieron hace más de medio siglo, pero que hoy son cada vez más cuestionadas. En el caso de Latinoamérica, los padres intelectuales fueron figuras señeras como Raúl Prebisch, economista argentino y gran impulsor de la Comisión Económica de América Latina (CEPAL), fundada en 1949, y Celso Furtado, el economista brasileño más influyente que abogó por políticas públicas de desarrollo que continúan ejerciendo gran impacto en el Brasil contemporáneo. En México, el intelectual Victor Urquidi fue sin duda el pensador más original y prolífico en este terreno, siendo el más joven de las decenas de latinoamericanos que asistieron a la conferencia de Bretton Woods en 1944. Urquidi fue luego gran promotor de políticas latinoamericanas de desarrollo así como de las ciencias sociales; su legado se recuerda este mes en un homenaje que se celebra en El Colegio de México.
La mayor parte de los países del área lograron esquivar los impactos dañinos de la crisis
Las ideas y los emprendimientos de Urquidi, Furtado, Prebisch y tantos otros economistas e ideólogos del desarrollo mantuvieron una larga vigencia y contribuyeron a los proyectos de industrialización y urbanización que fueron la base de los llamados “milagros económicos” durante un cuarto de siglo, cuando Latinoamérica creció a ritmos notables, pese a experimentar la revolución demográfica más intensa del mundo.
Estas tendencias se debilitaron posteriormente con las dictaduras latinoamericanas en los años setenta y aún más con la profunda crisis de las deudas latinoamericanas en los años ochenta. Siguió la época de los ajustes, las privatizaciones y el auge del llamado “consenso de Washington”, que coincidieron con la globalización económica que tuvo su edad de oro en los años noventa y culminó con la estruendosa crisis financiera de 2008.
En contraste con lo ocurrido en Estados Unidos y Europa, la mayor parte de los países de Sudamérica lograron esquivar los impactos tremendamente dañinos de la crisis financiera global de años recientes, aunque México y Centroamérica, más atadas a la evolución de la economía norteamericana, sí sufrieron graves perjuicios. Desde comienzos del nuevo siglo, en cambio, la mayoría de los Gobiernos sudamericanos adoptaron nuevas políticas económicas y sociales que facilitaron el despegue de sus economías.
En Sudamérica no se sufrieron crisis bancarias ni crisis hipotecarias desde 2003 hasta la fecha y, además, se logró impulsar un proceso de expansión económica basada tanto en las exportaciones como en el desarrollo hacia adentro, con un fuerte componente industrializador, si bien con fuertes variaciones de un país a otro. En los casos de Argentina, Brasil, Chile, Colombia y Perú, pero también de Bolivia, Paraguay y Uruguay, se han alcanzado tasas de crecimiento en la última década que han sido superadas solamente por China e India.
Hace falta impulsar el desarrollo local y mejorar la calidad de vida de los pueblos rurales
Pero no solo hay que crecer, sino hacerlo de manera democrática y sostenible. Si bien la extrema pobreza se ha reducido en Sudamérica en el último decenio de manera dramática, falta asegurar el progreso futuro de manera que no se abran las puertas a los abruptos giros socialmente regresivos tan frecuentes del pasado. Ello requiere la institucionalización de políticas públicas que reduzcan la corrupción, la evasión fiscal, e impulsen una administración del gasto público más transparente y eficiente. También resulta manifiesta la necesidad de meditar con mayor cuidado los principales objetivos de inversión pública, los cuales no pasan simplemente por construir nuevas y, a veces faraónicas, infraestructuras que son la delicia de las empresas constructoras. En el pasado, ha sido frecuente que el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el nuevo gigante financiero de la Corporación Andina de Fomento (CAF) o el monumental Banco de Desarrollo de Brasil (BNDES) impulsaran prioritariamente infraestructuras de carreteras, electricidad, petróleo, telecomunicaciones y obras urbanas que consumen cientos de miles de toneladas de cemento. Todo ello ha sido parte esencial de los proyectos de modernización, pero sus dimensiones frecuentemente rebasan las necesidades universales de las grandes mayorías de la población.
Igualmente importante, por consiguiente, es la búsqueda de nuevas fórmulas para impulsar el desarrollo local, el cual requiere formas de financiamiento más democráticas, con énfasis en las comunidades locales. Estas incluyen mejoras en la vivienda urbana para las grandes masas de la población, mayor número de campos deportivos y para los niños en cada barrio (en lugar de estadios gigantes), más atención a los ancianos, acceso a mejor calidad en los servicios públicos de salud y en la educación, y una vigorosa promoción de las microempresas que luchan por sobrevivir frente a los colosos de las compañías globales contemporáneas.
A su vez, es urgente dirigir más atención a la calidad de vida de los pueblos rurales, muy olvidados por administraciones centralizadas que no aprecian a las comunidades de campesinos e indígenas, que siempre han sufrido la mayor explotación y descuido en Latinoamérica. En suma, es necesario cambiar los términos en que se plantean los modelos de desarrollo, que requieren adecuarse a las nuevas condiciones sociales y económicas para ofrecer una mayor sintonía tanto con la naturaleza como con las necesidades cotidianas de las mayorías, que sufren por el desempleo, el subempleo y la pavorosa concentración del ingreso en la época contemporánea. Solo así se podrá recuperar algo del espíritu de las viejas utopías, tan golpeadas en nuestros días.
Carlos Marichal Salinas es profesor del Colegio de México.
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