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Tribuna
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La vida en la ciudad de Uber

Los Gobiernos deben evitar la tentación intervencionista y no ahogar la creación de nuevas aplicaciones

Mais oui! Como sabe todo estudiante francés de quinto de primaria, la red Internet fue inventada en París. Se llamaba Minitel, abreviación de Médium interactif par numérisation d’information téléphonique, red de casi nueve millones de terminales que permitía a personas y organizaciones conectarse entre sí e intercambiar información en el presente. Minitel vivió su esplendor durante las décadas de los ochenta y noventa cuando alimentó diversas aplicaciones en línea que se anticiparon al frenesí mundial de las punto-com. Después cayó en una lenta decadencia y al final fue desmantelada después de que la red Internet “real” se alzara hasta el predominio mundial.

Tanto Minitel como Internet se basaron en la creación de redes de información digital. Sin embargo, sus estrategias de aplicación diferían enormemente. Minitel era un sistema vertical, un importante desafío lanzado por el servicio de correos y el organismo nacional de telecomunicaciones de Francia. Funcionó bien, pero sus posibilidades de crecimiento e innovación estaban necesariamente limitadas por su rígida estructura y sus protocolos privados.

En cambio, la red Internet evolucionó en la dirección contraria y logró librarse de las peticiones iniciales de reglamentación formuladas por las gigantescas empresas de telecomunicaciones. En última instancia, llegó a ser el caótico, pero revolucionario, factor de cambio mundial que conocemos en la actualidad (“un regalo de Dios”, como ha dicho recientemente el papa Francisco).

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Actualmente, se está produciendo otra revolución tecnológica. Redes digitales muy influyentes están entrando en el espacio físico y originando la Internet para todo: elemento vital en red de la ciudad inteligente. Y una vez más una gran diversidad de modelos de aplicación está surgiendo en diferentes partes del mundo.

Internet logró librarse de las peticiones de reglamentación de las gigantescas empresas de telecomunicaciones

En los Estados Unidos, la idea general de un espacio urbano inteligente ha sido fundamental para la generación actual de empresas incipientes con éxito. Uno de los últimos ejemplos es Uber, aplicación para teléfonos inteligentes que permite a cualquier persona llamar a un taxi o ser un conductor. Las operaciones de la empresa están polarizándose —la ultilización de Uber ha generado protestas y huelgas en todo el mundo (y principalmente en Europa)— y, sin embargo, se la valoró recientemente con la estratosférica cifra de 18.000 millones de dólares.

Aparte de Uber, a aplicación Nest para controlar el termostato del hogar, la web Airbnb para compartir apartamentos y el recién anunciado “sistema operativo del hogar” de Apple, por citar solo algunas innovaciones, atestiguan las nuevas fronteras de la información digital cuando ocupa el espacio físico. Ahora planteamientos similares prometen revolucionar la mayoría de los aspectos de la vida urbana —desde los viajes entre el trabajo y el lugar de residencia a la salud personal, pasando por el consumo de energía— y están recibiendo un apoyo entusiasta de los fondos de capital de riesgo.

En Sudamérica, Asia y Europa, todos los niveles de la Administración están descubriendo rápidamente los beneficios potenciales de la construcción de ciudades inteligentes y están procurando desbloquear importantes inversiones para ese sector. Río de Janeiro está preparándose para ser el centro de “operaciones inteligentes”, Singapur está a punto de lanzarse al ambicioso reto de ser una “nación inteligente” y Amsterdam destinó recientemente 60 millones de euros (81 millones de dólares) a un nuevo centro de innovación urbana llamado Amsterdam Metropolitan Solutions. El programa Horizonte 2020 de la Unión Europea ha destinado 15.000 millones de euros para el período 2014-2016, un importante compromiso de recursos para favorecer el reto de las ciudades inteligentes, en particular en un momento de graves restricciones fiscales.

Pero, ¿cómo se puede utilizar esa financiación de la forma más eficaz? De hecho, ¿es incluso la disponibilidad de sumas enormes de dinero público la forma adecuada de estimular el surgimiento de ciudades inteligentes?

Lo más importante es que los Gobiernos desarrollen un ecosistema de innovación de abajo arriba

Desde luego, al Estado le corresponde un papel importante en el apoyo a las investigaciones académicas y en el fomento de las aplicaciones en sectores que podrían ser menos atractivos para el capital de riesgo, pero decisivos, como por ejemplo los de los desechos municipales o los servicios hídricos. El sector público puede promover también la utilización de plataformas y normas abiertas en esa clase de proyectos, que acelerarían su adopción en ciudades de todo el mundo (la iniciativa “protocolo de la ciudad” de Barcelona es un paso en esa dirección).

Pero lo más importante es que los Gobiernos utilicen sus fondos para desarrollar un ecosistema de innovación de abajo arriba y encaminado a la creación de ciudades inteligentes, similar al que está desarrollándose en los Estados Unidos. Las autoridades deben hacer algo más que apoyar fómulas tradicionales, generando los marcos reguladores que permitan a esta iniciativas prosperar. Teniendo en cuenta los obstáculos legales que padecen continuamente aplicaciones como Uber o Airbnb, ese nivel de apoyo es enormemente necesario.

Al mismo tiempo, los Gobiernos deben alejarse de la tentación de desempeñar un papel más determinista y vertical. No es prerrogativa suya la de decidir cómo debe ser la siguiente solución para una ciudad inteligente o, peor aún, la de utilizar el dinero de sus ciudadanos para fortalecer la posición de las multinacionales tecnológicas que ahora están ofreciendo sus servicios en ese sector. Las ofertas, uniformes y por lo general insulsas, de dichas empresas representan un rumbo que se debería evitar a toda costa... para no despertarnos y encontrarnos en la Ciudad de Minitel.

Carlo Ratti es profesor de investigación del MIT, donde dirige el Senseable City Laboratory, y Matthew Claudel es investigador en el Senseable City Laboratory.

Traducido del inglés por Carlos Manzano.

© Project Syndicate 1995-2014

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