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El español de todos
Columna
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El ‘chip’ colonial

El periodista latinoamericano se embarca en un lenguaje administrativista, protocolario, normalmente impermeable a los usos de la calle. Lo que también ocurre en España

La constelación formada por la América Latina de lengua española y España es tan variada como su propio uso del idioma. Unos y otros introducen legítimamente los modismos que les son propios. Pero aún así lo que une, pongamos por caso, a Tegucigalpa con Buenos Aires es la lengua española, y algo parecido ocurre con la gran variedad de formas periodísticas que existen en ese universo. Pero sostengo que cuando menos hay un elemento común que se extiende, con matices, de Río Grande a Tierra del Fuego, al que llamo el chip colonial.

Una gran amiga colombiana lo expresa divinamente cuando dice que el periodista latinoamericano “se pone corbata a la hora de escribir”. En otras palabras, se embarca en un lenguaje administrativista, protocolario, normalmente impermeable a los usos de la calle —lo que también ocurre en España—, en la que una voz externa se impone a la del autor para fabricar productos informativos que suenan a rueda de prensa, boletín o comunicado. El periodista parece sentirse incapacitado para explicar las cosas directamente, sin mayor dilación. Un ejemplo, extremo sin duda, pero absolutamente veraz, lo encontramos en expresiones como “fulanito de tal que cuenta en la actualidad … años de edad”. Y el año pasado, uno menos.

¿De dónde procede esa verbosidad? ¿Hay alguna lengua originaria que obligue a los naturales a practicarle contorsiones al castellano? Todo lo contrario. Procede, en mi opinión, de la Colonia. Durante los tres siglos que dura la dominación española las clases privilegiadas, dotadas de capacidad normativa sobre la opinión, se movían en el ámbito de eso que he llamado administrativismo, lenguaje del poder que quería ser abrumador, distante, para subrayar el sometimiento del súbdito, que no ciudadano. No estoy diciendo, por supuesto, que esa manera de expresión se haya conservado tal cual, sino que ha quedado un relente que puede impedir que se aborde desde el comienzo lo que queremos contar. Y, especialmente en el medio andino-caribeño, late ese acento de aquello que no está destinado a ser comprendido, sino obedecido; es la lengua propia del barroco colonial de los templos, de la Iglesia que cogobernaba las Indias y marcaba tanto la agenda social y política como los virreinatos, y a la que pueden haber contribuido asimismo las dictaduras militares habidas desde la Independencia con su pasión por el lenguaje marcial, decisivo, ante un ciudadano siempre de hinojos. El historiador británico J. H. Elliott, refiriéndose a la América del siglo XVII, habla de “una sociedad dedicada casi obsesivamente a la palabra escrita” (España y su mundo, 2007).

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Y esa torcida disposición se ve reforzada por las características de gran parte del periodismo de habla hispana, lo que en inglés se llama upward mobility, movilidad social hacia arriba, que, posiblemente, enmascara la modestia real de un oficio no particularmente bien pagado, al menos en los estratos iniciales de la carrera. En el artículo anterior de esta serie hablaba yo de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis del periodismo en español: declaracionitis, oficialismo, hiper-poliitización, y desconocimiento del mundo exterior, que creo que se derivan con la mayor naturalidad de ese chip colonial.

¿De dónde procede esa verbosidad? ¿Hay alguna lengua originaria que obligue a los naturales a practicarle contorsiones al castellano?

Los estragos causados por esa termita lingüística se aprecian en la dificultad por empezar a contar la historia desde el principio, en la insistencia en hacer prólogos, porque hay que sentar unas bases de alto contenido académico antes de entrar en materia; en que es posible cercenar sin pérdida ninguna de enjundia informativa de entre un 10% y un 25% del texto; en la aplicación literal de técnicas como la del lead retardado, que no es que no exista, sino que no consiste en retardar el lead, sino en inventar un lead con remate al final; y, sobre todo, en la parte blanda de los diarios —cultura, espectáculos—, en la propensión a adornar los textos, como en una ocasión me preguntó una joven periodista si se podía hacer, que, sin embargo, escribía bastante bien.

Una parte de los jóvenes periodistas en español nace con un chip incorporado, que irradia toxinas sobre su trabajo. Gabo escribía en su extraordinario estilo de forma torrencial, pero no hacía leads retardados, ni prólogos, ni tardaba tres o cuatro párrafos en coger el tono por los cuernos. Un buen diario es, por todo ello, aquel al que no le falta nada de lo necesario, ni le sobra, porque ocurre que solo se ocupa de lo relevante. Resolver estos problemas no hace automáticamente que un diario sea bueno, pero ignorarlos sí hace que no lo sea. La técnica nunca reemplazará al talento, pero no olvidemos que sin ella nunca valdremos todo lo que podemos valer. Y ahora me doy cuenta de que en este artículo puede que se me haya pagado algo del chip colonial'.

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