De la democracia en España
Para la historia democrática española, la Monarquía fue en 1931, el problema; y en 1975, la solución. Esa es la razón de que reabrir ahora el debate parezca, ante todo, un error. Peor aún: un error innecesario
Cuando en el debate público se proponen o invocan cuestiones, conceptos, trascendentes —por ejemplo, República—, sin que paralelamente se oigan o análisis rigurosos o ideas sustantivas, hay serias razones para preocuparse. A la política —a toda política— hay que exigirle cuando menos seriedad, y desde luego, sentido del Estado y sentido de la historia: ignorar la historia del propio país —nuestra circunstancia más inmediata y urgente— es como carecer de derechos civiles. Más precisamente: para estar responsablemente en la vida pública española, en el debate nacional, hay que leer —conocer, estudiar— obligatoriamente a Cánovas, Ortega y Azaña. A Cánovas, como creador del Estado español contemporáneo; a Ortega, para plantearse España como preocupación histórica, como problema; a Azaña, para entender España ante todo como un problema de democracia.
Ortega y Azaña nos son particularmente cercanos. El Ortega de Vieja y nueva política, de España invertebrada (1921), el Ortega de la Asociación al Servicio de la República, pensaba que en España no había emoción nacional, que España era pura provincia, que la gran reforma que había que hacer era ésta: edificar una verdadera vida nacional, hacer una España nacional. Azaña entendía (Tres generaciones del Ateneo, 1930) que el Estado español contemporáneo era un Estado “inerme”, una “entelequia” que no iba más allá de las personas que lo dirigían. De ahí su gran ambición política: rehacer el Estado, construir un Estado nuevo, fuerte y verdaderamente nacional, como instrumento de la gran reforma —la misma tesis que Ortega— que España, en su opinión, necesitaba.
Ortega creyó hasta tarde que en España —un país al que creía “bajo el arco en ruina”— había que hacer la experiencia monárquica. Azaña entendió desde 1923, desde el golpe de Estado de Primo de Rivera, que desde el momento en que Alfonso XIII aceptó la dictadura, democracia en España había pasado a ser sinónimo de cambio de régimen, y a identificarse con República. La visión nacional de Ortega terminaría por bascular —por breve tiempo y por razones más profundas: por su idea de la política como instrumento de vertebración nacional, y su concepto de nación como un proyecto colectivo de vida en común— hacia posiciones, con todo, complementarias. En noviembre de 1930, en el artículo más resonante de la historia del periodismo político español, El error Berenguer, lo dejó dramáticamente claro: “¡Españoles —escribió—, vuestro Estado no existe! ¡ Reconstruidlo!”.
Para Ortega, la gran reforma que había que hacer era edificar una verdadera vida nacional
Todo lo cual no significa sino esto: o la República es igual a renacionalización del Estado o no es nada. Traída por hombres seriamente ocupados en su país —Azaña, Alcalá Zamora, Miguel Maura, Prieto… (que luego errasen, incluso gravemente, si se quiere, es otra cuestión)—, la Segunda República fue lo contrario de un movimiento de protesta callejero. Azaña, el político que encarnó el régimen republicano, fue un hombre de profundo sentido de lo español. En Azaña no alentó otra preocupación que España, su atraso moral y material, la anemia de su vida pública, la ausencia de ideales nacionales. La República era, para él, la encarnación del ser nacional, el sistema que al devolver las libertades a los españoles (en las que incluía las libertades de sus pueblos históricos y en primer lugar de Cataluña, pero sobre dos principios incuestionables: unidad constitucional y preeminencia del Estado), devolvería a España la dignidad nacional. Con inmensas dificultades y con errores indudables, Azaña y sus colaboradores plantearon la reforma agraria, y el reparto de tierras para los campesinos; reformaron el Ejército; quisieron limitar la influencia de la Iglesia y promover una educación laica; e iniciaron la rectificación del centralismo del Estado mediante la concesión de la autonomía a Cataluña (1932) y la aceptación, con reservas y extraordinaria prudencia, del principio de autonomía para las regiones. Esto es, pensaron y vivieron la República como un gran proyecto nacional (la rectificación de la República que Ortega exigió en diciembre de 1931 nació, precisamente, de que desde su perspectiva, la República, “tal vez sin culpa de nadie”, había derivado en poco más que un comité revolucionario. Ortega iba a reclamar lo que siempre había reclamado: hacer de España una verdadera nación, lo que ahora llamó “la nacionalización de la República”).
Por eso que dijera más arriba que la República o es un gran proyecto nacional o no es nada. Con un problema añadido: que la democracia de 1978 fue ya, y lo sustancial de ella sigue plenamente vigente (democracia constitucional, Monarquía parlamentaria, Estado social de derecho, Estado de las autonomías con nacionalidades y regiones), fue ya, repito, un gran proyecto histórico. La democracia de 1978 fue nada menos que la respuesta al gran problema político de la España contemporánea, al problema de la democracia que obsesionara a Azaña, problema materializado en el gravísimo ciclo de cambios de estado y de régimen que jalonó la historia del país en el siglo XX: Monarquía alfonsina, dictadura de Primo de Rivera, Segunda Répública, levantamiento militar de 1936, Guerra Civil, dictadura de Franco. El restablecimiento de la democracia en España, la Transición, fue posible, como se sabe, por muchas razones: por los cambios económicos y sociales que España experimentó desde los años sesenta; por el contexto internacional; por la necesidad de la nueva Monarquía (Juan Carlos I) de dotarse de legitimidad propia y democrática; por la voluntad de la oposición antifranquista y del reformismo del régimen franquista de impulsar un nuevo comienzo colectivo en el país. Con el rey Juan Carlos al frente del Estado, España se transformó, de forma inesperada y sorprendente (lo que no quiere decir que el proceso no tuviera limitaciones, contradicciones y muy graves problemas), en una democracia plena y progresiva. Se acertó plenamente, sin duda, en el hombre, Suárez, y en el procedimiento, una reforma desde la legalidad anterior.
Ello había requerido un cambio histórico esencial, extraordinario: nada menos que la reinvención de la democracia. Junto a muchos otros hechos decisivos (la ruptura de Don Juan de Borbón con el régimen de Franco; la lucha clandestina de la oposición; la rebelión de los estudiantes; las huelgas obreras; la aparición de ETA; los problemas con la Iglesia), la reinvención de la democracia fue la gran obra histórica, la gran hazaña, del pensamiento liberal y democrático español (que supo construirse bajo, y contra, el franquismo, pequeños pero admirables ámbitos de libertad: publicaciones, círculos y centros de estudios políticos y sociales, etcétera). Por resumir: desde los años sesenta, el pensamiento español no haría ya metafísica del ser de España, como habían hecho y con indudable acierto la generación del 98 y tras ellos Ortega, Azaña, los hombres de la generación del 14 y los intelectuales que prolongaron sus ideas y pensamiento. El pensamiento español —parte del mismo, obviamente—, esto es, la ciencia política, la sociología, el derecho, el pensamiento económico, la propia historiografía, iba a hacer ahora algo verdaderamente sustantivo: proporcionar los instrumentos de análisis para la reconstrucción de la democracia en España tras la dictadura de Franco. Desde entonces, democracia no iba a ser igual a República. Democracia era igual a partidos políticos, elecciones, sufragio universal, autonomía para las regiones, reconocimiento de la realidad particular de Cataluña, País Vasco y Galicia, sindicatos libres, europeísmo, libertades y derechos fundamentales (de prensa, huelga, reunión, manifestación, opinión), Estado de bienestar, economía de mercado y amplio acceso a todos los niveles de la educación.
El cambio tuvo mucho de paradójico. Para la democracia, la Monarquía fue en España, en 1931, el problema; y en 1975, la solución. El historiador Hobsbawm pudo decir con razón en 2011 que la Monarquía había sido un marco solvente para el liberalismo y la democracia en lugares como Holanda, Bélgica, Gran Bretaña y, añadía, como España. Por eso que reabrir la cuestión Monarquía-República parezca, ante todo, un error. Peor aún: un error innecesario.
La ambición de Azaña era rehacer el Estado como instrumento para hacer los grandes cambios
Juan Pablo Fusi es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid
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