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Columna
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Es la vergüenza

Lo que está sustituyendo al despilfarro en España no es el buen gobierno, sino el derroche de injusticia

Manuel Rivas

En un hospital público de España, de cuyo nombre prefiero no acordarme, le han negado atención médica a un niño de dos años. Dicho de otra forma: le exigieron a la madre firmar un papel de pago. El niño tenía fiebre, respiraba con dificultad, vomitaba, lloraba sin cesar. Esto ocurrió en urgencias, el pasado 30 de abril. En la historia hay un dato biográfico, auténtico, que parece introducido por un guionista providencial: el niño había nacido en ese hospital. Vino al mundo allí, en el mismo lugar ahora inaccesible, por una burocracia inepta que anda multiplicando fronteras con verja. Es un niño español, por cuna y DNI. Pero hay otro detalle nuclear en la historia: el niño iba en brazos de su madre, emigrante de Cabo Verde. Habrá quien argumente que lo ocurrido es un daño colateral del control presupuestario. Pero lo que está sustituyendo al despilfarro en España no es el buen gobierno, sino el derroche de injusticia. Una marea de impúdica desigualdad. ¿Cómo van a ser verosímiles los brotes verdes de la economía cuando asistimos diariamente a un bombardeo tóxico que provoca la desfoliación de la verdad? No es el Gobierno de la austeridad lo que cierra la puerta a un niño enfermo. Es el Gobierno de la brutalidad. Pese a la desfoliación, he llegado a esta conclusión histórica después de leer un implacable testimonio científico que se refiere al corazón. Se titula: Lágrimas de vergüenza. Lo firma un médico. El cardiólogo Maximiliano Diego. Cuenta en la web de Salud a diario cómo en el último año se han multiplicado los pacientes que sufren un segundo infarto, más grave, al no poder pagar el tratamiento necesario: más de 100 euros al mes. “O comemos, o tomo las pastillas”, confiesa uno de esos hombres del segundo infarto, trabajador en paro. Así que ya no deberíamos hablar en elecciones ni de política ni de economía: “¡Es la vergüenza, estúpido!”.

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