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Columna
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Los 2.300

Lo de ser iguales ante la Ley se nos da como 10.000 veces peor que al resto del mundo

Rosa Montero

El escritor y periodista peruano Raúl Tola, que lleva unos meses viviendo en Madrid, dice que una cosa que le sorprende de España es que aquí no dimite nadie: vivimos en una perpetua escandalera, pero aquí el personal sigue aferrado a los sillones como si el asunto no fuera con ellos. “¡Pero si hasta en Perú dimitió Fujimori!”, se asombra Raúl. Viendo su pasmo, me doy cuenta de que yo ya no me asombro lo que debería: me temo que estamos echando callo. Menos mal que una noticia reciente ha conseguido volver a enrabietarme con una indignación lozana y pura: hablo de los 10.000 aforados que tenemos, 10.000 personas que no pueden ser juzgadas por los tribunales ordinarios, sino solo por el Supremo o por los tribunales superiores. En Alemania, Reino Unido o Estados Unidos no hay ningún aforado; en Portugal e Italia, solo lo es el presidente… ¡Y aquí hay 10.000! Lo de ser iguales ante la ley se nos da como 10.000 veces peor que al resto del mundo. Entre los aforados hay jueces, fiscales, ciertas figuras públicas y 2.300 políticos. Como decía Gabriela Cañas en un formidable artículo, es casi imposible que un delincuente sea juzgado por un juez afín; pero que un político corrupto pueda tener trato e incluso amistad con quien le juzga es mucho más fácil; de hecho, los políticos intervienen en la designación de los miembros de los tribunales superiores. Esta anomalía legal tan estrepitosa me hace pensar en las palabras de Raúl y en lo mucho que nos falta aún de recorrido democrático. Somos unos novatos, unos pelanas, unos recién llegados a la cosa cívica; y así como los ricos que han comido bien desde hace generaciones tienden a ser más altos y menos obesos, a los demócratas añejos les salen unos usos éticos que nosotros todavía ignoramos. Más que un país moderno, esto parece un club de poderosos. Un club de 2.300 socios, más invitados.

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