Por encima del precio de mercado
La activista de Derechos Humanos relata cómo tuvo que abandonar su cargo en Brasil como defensora de los ciudadanos frente a la Policía debido a las amenazas de muerte
Era un martes de septiembre de 2013, alrededor de las 21.00, cuando recibí una llamada telefónica del Secretario de Seguridad del Gobierno preguntándome donde estaba. En aquella ocasión, estaba en una de las facultades privadas en las que trabajaba de noche como coordinadora de un curso de Derecho. Allí me quedé por orden del Secretario hasta que este llegase para acompañarme a casa. Lo único que dijo aquella vez fue: “Estoy preocupado por su seguridad”.
Valdênia A. Paulino Lanfranchi
Ese mes estaba terminando dos años de gestión al frente de la Intervenciónde Policía del Estado [defensor de los ciudadanos frente a la policía] de Paraíba, al noreste de Brasil. Fui nombrada por el Gobernador del Estado tras ser seleccionada de una terna propuesta por el Consejo de Derechos Humanos del Estado. Mi labor era encabezar el órgano de control social de las actividades policiales del Estado. El nuevo puesto fue una conquista de los movimientos sociales. Aunque tengo una considerable experiencia en el control social de las actividades policiales como activista de derechos humanos, no pertenecía a ningún partido político y residía en el Estado desde hacía solo tres años. Lo habitual es que los cargos de responsabilidad se repartan entre los miembros del partido en el Gobierno y sus aliados.
Cuando asumí la gestión de la Intervención de Policía tenía como objetivo hacerla funcionar y que fuera conocida. Al fin y al cabo, la policía tiene un papel importante en la protección de los derechos humanos. Pese a existir desde mediados de 2008, no era un órgano conocido. Con una estructura reducida, tres funcionarios a mi disposición y cientos de denuncias sin respuesta, el desafío había sido lanzado.
¡Un detalle! Fui la primera mujer en el cargo tras cuatro predecesores hombres. En un estado históricamente caciquil y con una cultura machista, no merecí ninguna atención cuando tomé posesión de mi cargo. Ese “desprecio” fue extremadamente benéfico para que lograra establecer las bases de mi trabajo. Así, cuándo se dieron cuenta de mi existencia, la Intervención estaba ya funcionando y contábamos con el apoyo de varios policías que desde hacía mucho tiempo soñaban con una institución policial de acuerdo con el Estado democrático de derecho, es decir, una policía sin corrupción, con una mentalidad ciudadana, que respetase a sus trabajadores y trabajase para asegurar los derechos humanos.
Durante los dos años de gestión, sacamos del archivo decenas de denuncias de tortura y ejecuciones sumarias que no habían sido investigadas y no habían tenido respuesta. Denunciamos la falta de una política de promoción en la policía militar [uno de los diferentes cuerpos de policía brasileños], lo que desestimulaba a los buenos policías, relegados en los ascensos en beneficio de malos policías protegidos por sus jefes. Denunciamos a policías que integraban milicias y grupos de seguridad privados.
En informes semestrales rendimos cuentas a las autoridades, a los movimientos sociales y a la población. Por un lado, el rendir cuentas contribuyó a fortalecer el trabajo del control social de las actividades policiales; por otro lado, pasé a formar parte de la lista de los amenazados de muerte. Entre los amenazados, constaba un oficial de la policía militar que fue retirado del Estado, con nuestra colaboración, para garantizar su vida, y el diputado federal Luís Couto (Partido de los Trabajadores), valeroso defensor de los derechos humanos y que desde hace casi 10 años lleva escolta de la policía federal.
Pero lo que llamaba la atención del Secretario de seguridad era el valor destinado a pagar por mi ejecución; un precio muy por encima del de mercado para la región.
En el segundo semestre al frente de la gestión de la Intervención de Policía empecé a recibir llamadas anónimas y recados indirectos como forma de intimidación. En el tercer semestre, el edificio de la Intervención fue asaltado tres veces. Al principio del último semestre, una carta anónima, denunciando un plan para ejecutarme –y en el que estaban implicados, como clientes de los asesinos, autoridades de la policía militar, agentes penitenciarios, miembros de la Fiscalía y del poder judicial– me obligó a llevar escolta policial.
Pero ese miércoles el Secretario había recibido una información del servicio de inteligencia indicando que dos pistoleros del vecino estado de Alagoas (uno de los más violentos de Brasil) habían llegado a Paraíba para matarme. Luego supimos que, además de mí, tenían como objetivo al diputado Couto. Los pistoleros recibirían medio millón de reales (155.000 euros) por el "servicio". En general, lo que se paga por matar a autoridades públicas oscila entre los 5.000 (1.550 euros) y 50.000 reales (15.500 euros).
En ese momento, el Secretario, una persona seria y determinada a cambiar la política de seguridad en el Estado, aun sin el debido respaldo del gestor mayor, sabía que, por ese valor, el "servicio" sería ejecutado y mi nombre sería uno más en la portada de un expediente de homicidio sin investigar. Dos días más tarde, un grupo de policías de confianza me llevó al aeropuerto, terminando mi gestión en la Intervención de Policía.
Las preguntas que no deben dejar de hacerse son:
- ¿Qué “precio” se ha pagado para que no se investiguen esas amenazas?
- ¿Qué “precio” hace que se callen representantes de la Fiscalía y del Ejecutivo del estado ante esas denuncias?
- ¿Puede el régimen democrático cubrir ese “precio de mercado” del crimen organizado?
La falta de sincronía entre el desarrollo económico y el respeto a los derechos humanos solo retrasa el proceso democrático. Tratar la política de seguridad pública como un apéndice del sistema es un error que fortalece al crimen organizado en contra de la promoción de los derechos humanos.
Valdênia Aparecida Paulino Lanfranchi es una activista defensora de los Derechos Humanos en Brasil.
Traducción de Thiago Ferrer.
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