El otro despilfarro
Después de cada proceso electoral, los nuevos mandarines nombran a gente de su partido y quitan a funcionarios valiosos, condenados a quedarse sin trabajo pero con sueldo. Un destrozo económico y humano
Hay un modo de despilfarro del que no se habla casi en España y que, sin embargo, es tan dañino económica como moralmente. Yo diría que es aún más perverso que ese absurdo tirar el dinero en las ocurrencias públicas y privadas que tanto se denuncian y discuten. Por supuesto que hacer obras estúpidas y caras utilizando dinero público es una notoria indecencia. Espero que lo hayamos aprendido. Pero el despilfarro que quiero aquí señalar horada también la estima personal y la riqueza más profunda de la comunidad, y por eso seguramente es una perversión más honda y lesiva que enterrar recursos en construcciones, eventos y mordidas. Cuando en estas cosas se acaba el dinero, aparece ante el público toda la osadía y la desvergüenza de los responsables como un panorama de ruinas y causas criminales. Pero el otro despilfarro es peor, porque no depende solo del dinero, sino de la ausencia de pautas de cooperación y del triunfo del sectarismo político y la intolerancia; entre sus pliegues vuelve a adivinarse el viejo cainismo hispano. Y aunque sus consecuencias no son tan espectaculares como aquellas, minan, sin embargo, en silencio la moral de nuestra sociedad, y desbaratan los hilos de la cooperación colectiva en asuntos de demasiada importancia.
Siempre que hay en España unas elecciones, de cualquier ámbito que sea, se producen cambios numerosos y drásticos en parte —y no poco importante— del personal que presta sus servicios en la Administración Pública. Los nuevos mandarines proceden inmediatamente a nombrar en subdirecciones, vocalías, cargos de confianza, consejos y figuras parecidas, a funcionarios o profesionales que pertenecen a sus partidos, círculos o simpatías. En definitiva, gentes de la propia persuasión, de la propia cuerda. Lo que resulta de ello es que la mayoría de aquellos que desempeñaban tales funciones pasan ahora a habitar un espacio profesionalmente incierto. Se trata de cientos, acaso de miles, de profesionales de alta formación, cuya potencial aportación a la fuente de la riqueza social se ignora, se despilfarra.
Se ve a especialistas internacionales en protección del medio ambiente fichar por empresas privadas o asociaciones profesionales ¡extranjeras! Se ve a diplomáticos de larga experiencia vegetar en los pasillos del ministerio. Se ve a técnicos muy cualificados en derecho fiscal e inspección tributaria ser desahuciados fríamente de sus posiciones pretextando que no son de fiar. Todos ellos acabarán Dios sabe dónde, en la empresa privada o en la pura inacción, pasando los días mano sobre mano. A veces se sabe que algunos de esos funcionarios son condenados a tener su mesa vacía de expediente alguno y dejar transcurrir la jornada mirando tristemente la oquedad de su tiempo de trabajo.
Cientos de profesionales de alta formación, acaso miles, pasan a habitar espacios inciertos
No estoy exagerando. Para muestra basta un botón. Estos días, un alto funcionario de la Administración del Estado, Jaime Nicolás Muñiz, se ha visto obligado a denunciar al ministro del Interior por practicar con él eso que se llama mobbing [acoso]. Ha estado meses y meses sentado en una mesa sin que le fuera encomendado asunto alguno. Aquí lo que puede parecer una anécdota resulta ser también una categoría: su formación es envidiable para cualquier país, tanto por lo que respecta a su experiencia como servidor público como por lo que respecta a su cultura y su formación. Y parece ante todo un administrador público, no un político de partido o confesión alguna. Un funcionario a lo Weber en el más estricto sentido de la palabra. Un ejemplo de los muchos que podrían traerse aquí. Pues bien, todo ese conocimiento se desperdicia miserablemente. Su sueldo —nada bajo— se le sigue pagando, sin embargo, con rigor; por supuesto, con cargo al contribuyente. Como a tantos otros. Doble despilfarro, pues, y una herida honda en la estima moral no solo suya, sino de muchos otros servidores públicos que temen así ser usados y tirados por el primer fanático que siguiendo uno u otro de los azarosos y a veces no tan dignos caminos que acaban en una cartera ministerial haya alcanzado alguna de las esferas del mandarinato político.
En la España del XIX, los vaivenes incesantes de la política provocaban periódicamente una simple expulsión de funcionarios que los precipitaba en un desierto profesional que tenía incluso nombre y estatus jurídico: la cesantía. Los cesantes constituyeron una más de las manifestaciones de la inmadurez del Estado liberal en España. Cuando cambiaba el Gobierno cambiaba toda la Administración, y aquellos a los que les tocaba cesar malvivían anhelando el siguiente cambio ministerial. Galdós los retrató en todo su amargo desamparo en su novela Miau. Ramón Villaamil, empleado público innovador que se había propuesto nada menos que incorporar al sistema fiscal español el income tax [impuesto sobre la renta] solo puede dedicar su tiempo a impetrar el favor o la generosidad de los nuevos favoritos. A lo mejor vale la pena releer sus fatigas para descubrir la razón de que lo de hoy recuerde a lo de ayer. Porque muchas carreras de servidores públicos que están también hoy a merced del favor de los políticos. Sin duda, hemos mejorado mucho en garantías personales y profesionalidad de la función pública, pero hay demasiados políticos que no han aprendido todavía dónde pueden estar los límites de la arbitrariedad y del sectarismo.
A veces, este doble despilfarro me recuerda también aquellas subvenciones estúpidas que dio en conceder hace años la Comunidad Europea: se pagaba a los agricultores para que no sembraran sus campos. No hay que excluir que esta absurda política sea la responsable del abandono del campo español. Hoy se hace algo parecido con muchos funcionarios: son pagados, pero se les condena a no trabajar. Y tampoco hay que excluir que eso vaya ser responsable de la degradación de la Administración Pública. Y seguramente el despilfarro material no es lo peor: semejantes prácticas en el empleo público pueden acabar en un peligroso envilecimiento de los funcionarios mismos, que acabarán por sentirse obligados a desarrollar externamente conductas obsequiosas impropias de un profesional digno. Sí, digno, porque se trata también de un problema de dignidad.
Muchos políticos no aprenden dónde están los límites de la arbitrariedad y del sectarismo
El Partido Popular corre el riesgo de echar a perder por segunda vez la mejor oportunidad que ha tenido la derecha española contemporánea de articularse como un partido conservador a la altura de los tiempos. La primera fue con José María Aznar, cuyo retrato histórico —al contrario de lo que él mismo parece suponer— será previsiblemente insignificante y negativo. Y no solo porque después del logro de convivencia que supuso la Transición volviera a la intemperancia y el desdén. Lo será sobre todo porque impidió la formación de un partido que podía haber representado con toda dignidad y sin sectarismo al más importante segmento del moderno pensamiento conservador español. En lugar de hacer esto, interfirió su rumbo más fructífero y prometedor incrustando en sus nódulos la intolerancia de grupos políticos, religiosos y sociales cercanos a su obtusa personalidad, y propiciando en él sus actitudes intransigentes y sectarias.
En su segunda oportunidad, el partido parece haber aceptado esa parte de su legado sin beneficio alguno de inventario; esa ha sido su práctica cuando ha estado en la oposición, y muchos de sus actuales dirigentes parecen querer proseguir en el Gobierno con aquel temple agresivo y excluyente, con esa impronta autoritaria que no duda en relegar a cualquiera en aras de los intereses del partido. Con aquel autoritarismo anticuado que definió tantas veces a nuestra vieja derecha y que vuelve a estar demasiado presente en la práctica política de la actual. Aquí y allá, sigue hoy advirtiéndose en sus filas el fanatismo que habita en círculos religiosos intolerantes y en mentes políticas integristas. Y quizás una de sus manifestaciones más nocivas sea esa de darse, como si de un plan de trabajo deliberado se tratara, a la práctica de la exclusión y ninguneo de servidores públicos no afines, una práctica indeseable que está volviendo a producir entre nosotros un estúpido despilfarro económico y humano.
Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.
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