El presidente que renunció a persuadir
Rajoy no confía en sus ministros. No cambia a los que han fracasado porque no cree que otro lo pueda hacer mejor
Mariano Rajoy es un presidente del Gobierno con mucho poder: dispone de mayoría absoluta en el Parlamento, que pone en funcionamiento tantas veces como le conviene, y en su partido nadie desafía su posición. Y aun así, Rajoy ha llegado al ecuador de su mandato transmitiendo permanentemente la impresión de que es un presidente maniatado, que no puede hacer frente a determinadas fuerzas de su partido y de la sociedad a la que representa, no por falta de autoridad real, sino por falta de capacidad de convicción.
A ello se podría unir una desconfianza infinita en la condición humana, sentimiento del que ha hablado en ocasiones, y que le acompaña desde sus inicios. Contra lo que podría parecer, el presidente no muestra una gran confianza en sus ministros. El fracaso evidente de alguno de ellos no le lleva a reemplazarles, pero no porque confíe en que lograrán corregirse, sino porque parece pensar, simplemente, que nada hace suponer que otra persona lo haría mejor.
Rajoy no intenta convencer a nadie, ha renunciado a persuadir y no aspira a que se le considere una persona segura o contundente. En conversaciones privadas intenta, sin embargo, provocar simpatía, utilizando precisamente ese factor: Me llevan a hacer cosas que no desearía, pero a las que no puedo sustraerme, porque las reclama una parte de la sociedad a la que represento, mucho más extremada que yo. Si esa situación fuera cierta, supondría una confesión en toda regla de una incapacidad política: carecer de suficiente potencia intelectual como para mover a tus propios seguidores, para liderar cambios de opinión que se consideran necesarios, es un fallo, una insuficiencia de carácter complicada en un dirigente político con tanta responsabilidad.
La situación es compleja porque el Partido Popular ha recogido a un espectro desde zonas templadas hasta otras claramente radicalizadas
La situación es todavía más compleja porque el Partido Popular ha recogido a un amplio espectro de la derecha española, desde zonas templadas hasta otras claramente radicalizadas. Es un fenómeno que no se da en otros países, pero que habría que valorar positivamente en el nuestro, porque ha permitido un control, hasta hace poco bastante razonable, de los sectores de extrema derecha, racistas y xenófobos. Un servicio prestado por el PP a la estabilidad del país que habría que agradecer, si no fuera porque en los últimos tiempos, y por falta, precisamente, de un liderazgo con más capacidad de convicción, está empezando a pasar de servicio a servidumbre.
La última etapa de oposición popular dio aliento a esos sectores, buscando una épica de enfrentamiento que rindiera rápidos intereses electorales. Fue entonces cuando más claramente se relanzó el nacionalismo español, se cerró el diálogo con los nacionalistas catalanes, se exacerbó el ánimo respecto a los criminales de ETA y se estimuló a los grupos católicos más intransigentes. Lo que en la etapa de Aznar era un instrumento más al servicio de un liderazgo, se va convirtiendo a marchas forzadas en la etapa de Gobierno de Rajoy en una obligación inexcusable.
Si se busca en los manuales de historia, esta imagen de un político es más frecuente de lo que se puede imaginar. No son políticos que permanezcan paralizados, sino presidentes que reaccionan inmediatamente ante las exigencias que les plantean los grupos que le apoyan. Nadie reprochará a Rajoy al fin de su mandato que no haya hecho multitud de cambios. Los está haciendo. El problema es que muchos de ellos no responden siquiera a planteamientos programáticos de su partido, sino a exigencias casi repentinas de sectores ante los que el presidente debió tener capacidad intelectual de persuasión, a los que el presidente debió mover hacia posiciones más centradas y no al contrario.
Los manuales de historia demuestran que el relato privado de Rajoy, “no me dejan hacer otra cosa”, nunca ha merecido justificación, ni perdón, porque no responde, como pretende, a un enfoque pragmático, sino a una debilidad que termina siempre por provocar peligrosas fisuras en la sociedad. solg@elpais.es
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