El piano y su amante
Esta es la increíble historia de amor entre un arquitecto madrileño, Juan García de Cubas, y el Yamaha C3 del Café Central. Veinte años de memoria en 88 teclas tocadas por los más grandes
Lo apasionante de una historia de amor siempre es la historia, no el amor…
Si por él fuera, viajaría a los confines del mundo. Lo quiere saber todo. Quién lo ha tocado antes, dónde ha vivido, cómo es el sitio en el que nació. Quiere ir a Akita o a Yamanashi (Japón), adentrarse en el bosque y caminar entre esas coníferas que llaman píceas de cola de tigre porque sabe que son las que lleva en los genes. El arquitecto madrileño Juan García de Cubas (Madrid, 1966), que habitualmente trabaja como diseñador de exposiciones para el Museo del Prado, el Thyssen o la Biblioteca Nacional; un hombre divorciado, con dos hijos y que le paga las multas de aparcamiento a su exmujer, no lo sabía, pero se había enamorado lentamente –poco a poco, nota a nota– de Yamaha C3, el piano de media cola del Café Central, ese gran templo del jazz madrileño, el ojo del huracán musical que ha atraído a músicos de todo el mundo durante décadas. Juan se dio cuenta de lo que sentía por él, lo supo, como suele pasar, el día en que llegó y ya no estaba allí.
Terminaba julio de 2008. Aquella noche en el Central tocaba el armonicista Antonio Serrano, y Javier Colina se encorvaba sobre su contrabajo.
–¿Dónde está el piano? –preguntó.
Don Pullen, Randy Weston, Tete Montoliu y otros monstruos del jazz forjaron la personalidad del instrumento
–Después de tantos años, había que gastarse una pasta en restaurarlo o comprar otro, y hemos optado por lo segundo. Ahora tenemos un Yamaha C5 –respondió Gerardo Pérez, socio histórico del local, que tiene previsto cerrar sus puertas el año próximo ahogado por la subida del alquiler.
El desgarro duró pocos segundos. Suficientes para que comenzaran a desangrarse en su cabeza los recuerdos de Don Pullen, Randy Weston, Tete Montoliu, Barry Harris, Chano Domínguez, Brad Mehldau, Moisés P. Sánchez y tantos otros monstruos del jazz que forjaron la personalidad de ese piano, tocándolo, allí mismo, acariciando todas sus teclas, delante de él, hasta el éxtasis, ante sus propios ojos… Los había visto y oído a todos, semana tras semana, año tras año, ¡los había fotografiado! Y toda su memoria estaba ahí, atrapada en blanco y negro a quemarropa, todavía con humo, en un archivo de centenares de imágenes, de artículos de prensa, de reseñas de revistas, que configuraban una gigantesca instantánea, un pedazo de la vida de la capital reflejada con el efecto de un caleidoscopio desde esa antigua tienda de espejos que fue originalmente el Café Central.
Desde que se topó con la portada de aquel disco de Bud Powell en un puesto del rastro una mañana de resaca nada volvió a ser lo mismo. Eran los tiempos en los que Madrid trasnochaba con los chisporroteos de la movida del Rockola, y Juan, estudiante de bachillerato, se desviaba por las sendas negras del jazz.
Yamaha C3, el hijo número 4.510.762 de un relojero japonés de idéntico apellido, Torakusu Yamaha (también padre de las motos), había nacido en 1982 y aterrizó en el Central el 30 de septiembre de 1988. Meses antes, Juan había pisado por primera vez aquel centro de peregrinación, una catedral de jazz a las puertas de la plaza del Ángel. Ese fue su punto de encuentro durante veinte años. Un amor secreto, no confesado, oculto a la vista de todos (incluido él mismo) bajo las notas de swing y bebop.
Por eso se volvió loco. Por eso quiso saberlo todo. Por eso se inventó un cálculo para averiguar cuántas veces se habían pulsado sus teclas: “30 toques sobre tecla por compás, unas 11.520 pulsaciones por tema, unas 200.000 por noche”. Quería saber lo que no había visto y, sobre todo, lo que ahora tampoco podía ver. Dónde estaba, quién le estaría poniendo las manos encima, qué ocurría dentro de ese cuerpo de madera nipona cada vez que alguien tocaba una de sus 88 teclas… Todo. Quería encontrarlo y secuestrarlo. No pararía hasta lograrlo.
–¿Quién tiene el piano? –preguntó Juan.
–Se lo llevó Eduardo [Muñoz] –respondió Gerardo Pérez.
No tardó mucho en encontrar al técnico del Central. Pero, para cuando lo hizo, ya había vendido el piano.
–¿A quién se lo vendiste?
–Lo arreglé un poco y me lo compró una arquitecta. Le daba igual que fuese viejo, porque lo quería para que practicaran sus hijas.
Logró sonsacarle el teléfono de la arquitecta. Se fue a buscarla y le contó que tenía un proyecto con ese piano. Que tenía que ser ese, porque era ese, no otro. Que ese piano se había convertido en el mejor testigo de la escena musical jazzística madrileña, de la vida de todo un barrio –el de las Letras– y de la suya propia. La insistencia llegó hasta el punto de que Juan García de Cubas compró otro piano de la misma marca y el mismo modelo (“mucho más caro”) para los aprendizajes infantiles de las hijas de la arquitecta. Y al fin Yamaha C3 era suyo. Su amor –aporreado, sí– estaba a salvo.
Las curas que requería Yamaha C3 le llevaron a contactar con sus distribuidores en España, la casa Hazen, que se mostró insensible a su historia de amor y “no quiso saber nada” de su hijo adoptivo. Pero Juan, con la ceguera que propulsa a los amantes, buscó a los familiares de sus verdaderos padres en Madrid, los Yamaha.
–¿Tiene cura?, les preguntó.
–No vale la pena, no dará la talla ni metiéndole mucho dinero –contestó el técnico de la empresa.
Estaba dispuesto a irse a la fábrica de Hamamatsu: “Yo solo quería los planos de la máquina, de la herramienta de hacer música, y luego ir a ese bosque de Akita: el libro que estoy escribiendo tiene que empezar en ese bosque, con esa foto”. Ni a través de la embajada, ni con la Fundación, ni traduciendo el dossier de su proyecto al japonés (lo hizo) ha logrado aún el contacto directo con sus progenitores japoneses. Entretanto ha viajado por medio mundo, se ha colado en las mejores fábricas de pianos, ha creído incluso volverse a enamorar. Pero no. Daba igual lo bien que sonaran. “Ninguno era como aquel Yamaha C3, ninguno tenía su carácter, su vida”, todas las pulsaciones de una memoria común, toda su historia.
En el camino, eso sí, se encontró a cómplices de su pasión, como ese gran curandero venezolano llamado Leonardo Pizzolante.
Se inventó un cálculo para averiguar cuántas veces se habían pulsado sus teclas: unas 200.000 por noche
Hoy, Yamaha C3, completamente restaurado desde hace solo tres meses y masajeado por la perpetua afinación que le dedica ese técnico de sonoro apellido (Pizzolante), tiene un sitio privilegiado en su casa-estudio, donde se ubica también su empresa, El Taller (www.eltaller.com). Lo toca cada noche, a solas. Autodidacta, se confiesa avergonzado “pianista dominical”. Lo prefiere al Maison & Hamlin que se compró en uno de sus viajes a Boston (Estados Unidos), creyendo estar de nuevo enamorado, mientras las 5.000 piezas de “el viejo” recuperaban la compostura. También lo prefiere a ese Baldwin que se toca solo, a los pies de su cama, gracias a un mecanismo que encargó para que reprodujera automáticamente melodías.
No. Juan no está loco. Está enamorado. Y, lo mejor, no quiere dejar de estarlo. Por eso nunca termina de escribir el libro-DVD que empezó ahora hace cuatro años: 4.510.762 El piano del Central. En él narra, hace sonar y resonar, la biografía de ese instrumento con todo lujo de detalles. Un precioso cuento que “quizá verá la luz también como exposición”.
Ahora, como en un juego casi pornográfico, invita a los músicos que lo tocaron antes a que vuelvan a acariciar sus teclas en su casa-estudio. Les graba y les pregunta lo que sienten, lo que sintieron entonces. Esos encuentros, programados mensualmente, son ya un proyecto en sí mismo. Los ha llamado Lo otro (www.lootro.com) y han tomado el relevo. Pequeñas actuaciones privadas que reúnen a unos pocos amigos, y amigos de amigos. Todo porque el viejo piano del Central, su memoria, su influjo, sigan vivos. Todo porque a Yamaha C3 “le suene el mueble”, su alma.
Veinte años de memoria del piano del Café Central, en imágenes.
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