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Columna
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Elías

Tuvo la ambición y la suficiente rabia como para cambiar la mezquina sociedad española

Rosa Montero

Elías y los otros. Elías Querejeta y todos esos españoles, algunos conocidos, la mayoría anónimos, que cambiaron este país, que lo sacaron de la incuria del franquismo y empujaron el rechinante carro de la Transición. Un puñado de hombres y mujeres que brillaban como conchas marinas en medio de la caspa y la roña de la época; que abrían ventanas y dejaban entrar el aire del futuro. Este es un buen momento para darles las gracias; todos ellos están cumpliendo ya una avanzada edad, si es que no se han muerto.

Elías y los otros, sí, pero hoy hablemos sobre todo de Querejeta. De su rigor germano y obsesivo. De su inteligencia y su vasta cultura. De lo raro que resultaba en la ignorante mediocridad de los últimos años de la dictadura: un marciano aterrizado en mitad del landismo. Le traté mucho en los años setenta, cuando yo trabajaba en la revista Fotogramas y frecuentaba el ambiente del cine. Elías parecía saber cosas que nadie más sabía. Con una tenacidad casi feroz que le causó algunos problemas (pertenecía a ese tipo de personas que creen tener siempre la razón, y es posible que en aquellos tiempos fuera verdad) consiguió no solo producir una serie de films admirables, sino renovar la manera en que los españoles nos mirábamos a nosotros mismos: gracias al espejo de sus películas, todos empezamos a ser un poco más modernos, un poco más europeos. Tuvo la ambición y la suficiente rabia como para cambiar la mezquina sociedad española: fue motor y guía. Hacía años que no veía a Querejeta y hará cosa de un mes me llamó por teléfono, aparentemente sin motivo. Le dije: “A ver si nos vemos” y luego me olvidé. No sabía que se estaba despidiendo. Con esto he aprendido que hay que apresurarse a ver a la gente a la que aprecias: no se deben dejar los cariños para mañana. Es la última cosa que me ha enseñado Elías.

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