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Columna
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El escrache

El problema es que exploten pocos: eso proporciona excusas a los carceleros del régimen

Si existiera un termómetro para medir la temperatura de la sangre cuando bulle de indignación, habría que observarlo atentamente. Entre la repugnancia que producen los malintencionados disparates verbales de los meninos y meninas del Gobierno, y su malévola gestión de nuestros asuntos, parece difícil no reconocerse a uno mismo en permanente estado de preescrache. Somos muchos los que no hemos salido del armario de nuestra ira individual. Pero los cazos casi hierven, aunque todavía no sepamos en qué momento abandonaremos nuestras cocinas para ir a depositar las rebeldías en el caldero común. Un caldero que hay que verter, claro que sí, a las puertas de los responsables.

Sería un milagro que semejante paso colectivo se llevara a cabo sin una dosis de violencia, dada la violencia social y moral que el propio Gobierno aplica con sus decretazos cotidianos, a fuego rápido. ¿De verdad creen que alguien que no tiene con qué dar de comer a sus hijos y que se ha quedado sin techo no acabará por estallar? El problema es que exploten pocos: eso proporciona excusas a los carceleros del régimen. Si lo hiciéramos muchos, muchísimos, ya no sería escrache, sino una actitud mayoritaria más valiosa que los votos que condujeron a los verdugos hasta aquí.

Estamos hartos, eso queda claro. Canalizar la hartura es nuestra tarea más importante. El escrache, ¿les ofende? ¿No les parece democrático? ¿Únicamente ustedes pueden cargarse la democracia, desde lo alto, para imponernos esto?

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En Wikipedia se dan muchas versiones del origen de la palabra lunfarda escrache, pero a mí me gusta uno que ni siquiera es su origen. Fonéticamente, me recuerda el verbo francés cracher, escupir, y muy especialmente la novela de Boris Vian J’irai cracher sur vos tombes, que trata de la venganza de un mulato contra la tiranía de los blancos. Pues eso.

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