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Columna
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Un régimen gripado

Los motores del régimen están agarrotados. Constato en las élites un cierto miedo a la democracia

Josep Ramoneda

En medio de un espeso clima de crisis institucional, la última encuesta del CIS nos recuerda algunos datos útiles para perfilar el mapa de situación. El paro y la economía siguen siendo las dos grandes preocupaciones de los españoles. Cada vez son más los que ven a los responsables políticos y a los partidos como generadores de problemas y no de soluciones. El hundimiento en un año de la confianza en el Gobierno del PP no tiene precedentes en casos de mayoría absoluta. Se ha doblado la preocupación por la corrupción. Es decir, Mariano Rajoy, que tiene una incontestable legitimidad de origen, ha perdido en tiempo récord la legitimidad de ejercicio.

 La encuesta del CIS no está contaminada por el enorme ruido provocado por el caso Bárcenas. Es anterior. Por tanto, ayuda a resituar las cosas. En el principio está la transformación de la crisis económica en profunda crisis social, como consecuencia de unas políticas de radical austeridad para la mayoría y de protección de la minoría de los que más tienen. El rescate de la banca y la amnistía fiscal son dos iconos de la gran estafa. El PP llegó al poder impulsado por la pérdida de dirección del Gobierno del PSOE, desangrado en una larga agonía; por las promesas electorales, después sistemáticamente incumplidas, y por el mitificado recuerdo de los años en que todo era posible. Este caudal se fue por la borda rápidamente. Por los incumplimientos, por el aumento del paro por obra y gracia de una reforma laboral que banaliza por completo el despido, por la injusta política fiscal y por el suma y sigue en el recorte del Estado de bienestar. La idea recurrente de que las nuevas generaciones vivirán peor que sus padres, sea o no cierta, es expresiva del clima psicológico reinante: más del 50% de paro juvenil. Cargarse una generación es un retraso de décadas para un país.

Sobre la debacle social emergen como una revelación la crisis institucional y la corrupción. Ninguna de las dos son fenómenos de temporada. La Monarquía lleva tiempo erosionándose; el desplazamiento del centro de la democracia del Parlamento al autoritarismo del Ejecutivo no es novedad en un régimen de sombras caudillistas; las grietas en las costuras del Estado autonómico son estructurales. Y en el campo de la corrupción, gran parte del desastre se hubiera evitado si la política hubiese sido capaz de poner coto al dinero en los años del boom. Como ha demostrado la crisis de las cajas, la corrupción tenía mucho de estructural. Lo que ha ocurrido ahora es que al caer algunos de los grandes castillos por los que transitaba han salido a la superficie los torrentes de suciedad y de impunidad que lo contaminaban todo. Y el contraste con el deterioro de las condiciones de vida la ha convertido en un espectáculo de suma obscenidad. En sociedades muy cultivadas por la cultura de la indiferencia en tiempos de bonanza, las deficiencias de las instituciones y la corrupción se aceptan como males inevitables. La crisis las ha hecho insoportables.

Los motores del régimen están agarrotados. Constato en las élites un cierto miedo a la democracia. La hipótesis de que la ciudadanía tome la palabra para salir del embrollo da miedo. Los grandes partidos no se sienten suficientemente armados para poder controlar el proceso. Y apelar al peligro del populismo es útil como coartada. Rajoy intentará resistir a toda costa. Resistir es asumir que el deterioro continúa. La corrupción es demasiado estructural como para que no surjan nuevos episodios, y la situación social, demasiado crítica para que el PP recupere terreno. Rajoy tiene el aval de Angela Merkel, que ha prometido no poner el dedo en la llaga de la corrupción española. Y parece que con esta garantía le basta. Hasta que Merkel se canse. Esta vía admite una variante: que Rajoy suelte lastre. Montoro y Mato están en primera posición de salida. ¿Pero qué autoridad moral tiene el presidente para sacrificar peones a su mayor gloria? El PSOE sube el tono, pero no se ofrece, porque no está en condiciones de hacerlo. Esperar, ¿pero esperar qué? ¿Que la gente se habitúe a la degradación colectiva? ¿Que Merkel se canse y nos mande un tecnócrata? ¿O que se produzca el estallido social del que mucho se habla, pero nadie sabe imaginar ni cuándo ni dónde? Algunos piensan que el revulsivo podría ser la abdicación del Rey. Pero entonces incorporaríamos otro debate: monarquía o república. El régimen está gripado. Un buen régimen es aquel que contiene mecanismos adecuados de reproducción y cambio. ¿Dónde están?

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