El artista malcriado
La ética periodística se esfuma a menudo ante las condiciones de las productoras cinematográficas
Vaya por delante que tengo poca cintura para tolerar la mala educación. Ante el tono agresivo que Quentin Tarantino adoptó cuando el periodista británico Krishnan Guru-Murthy le preguntó sobre la posible influencia de la violencia del cine en la vida real sentí un desagrado que me impidió durante horas entrar a considerar el asunto. Aunque la información globalizada ha barrido fronteras y nos permite formar parte del batallón de opinadores planetarios que secundan cada polémica, también nos ha instruido en el “a favor” o “en contra” inmediatos hasta tal punto que los matices se ven sepultados por paladas sucesivas de opiniones. Unos piensan que el director hizo bien en irritarse ante una chorrada que se le lleva preguntando 20 años; otros, en cambio, que perdió la razón en cuanto perdió los modales. Yo entiendo que a Tarantino la pregunta le diera por saco, por cuanto en su país hay quien establece una relación entre la masacre de Newtown, por ejemplo, y la sangre cinematográfica. Él ya se había defendido cuando Django desencadenado se estrenó en Los Ángeles con un buen argumento: “Es irrespetuoso hacia la gente que murió hablar de películas”. Cierto. Tan absurdo como culpar a Salinger de que el asesino de John Lennon tuviera El guardián entre el centeno entre las manos, o a Jodie Foster de inspirar el intento de asesinato de Ronald Reagan. Uno no tiene la culpa de los delirios de sus lectores o espectadores. Lo sabemos. Pero como tengo por fea costumbre observar las razones que asisten a cada una de las partes, diré que la serenidad del entrevistador me maravilló. Mientras el director acrecentaba su furia, el entrevistador mantuvo el tipo admirablemente. Fue fiel a lo que exige la ética periodística: preguntar. Una ética que a menudo se esfuma ante los requerimientos de productoras cinematográficas que conceden a los medios media hora con sus artistas e imponen condiciones. Cuando Tarantino, fuera de sí, respondió al periodista que solo estaba allí para promocionar su película y no para responder cuestiones caprichosas, desveló el mamoneo que compañías cinematográficas y medios informativos asumieron hace años: yo te dejo a mi artista un rato si tú te limitas a sacarle favorecido. La consecuencia de este trato inaceptable no es solo que las entrevistas son plúmbeas, sino que si un periodista hace preguntas incómodas puede ser borrado de la lista de entrevistadores. Algo parecido a lo que tratan de imponer los jefes de prensa de los partidos. O los jefes de la Casa del Rey, tanto da. Mi opinión es que si no se puede preguntar aquello que flota en el aire, no hay razón para hacer una entrevista. En este caso, si a un director que lleva veinte años dirigiendo películas en las que la violencia es un elemento recurrente no se le puede preguntar si cree que puede haber algún tipo de vínculo entre el crimen real y su recreación, mejor no hacerla. ¿Cuál sería la pregunta que agradaría a Tarantino, lo que aporta su película a la historia de la esclavitud en Estados Unidos? Dejemos eso para los críticos, que cada vez que se sienten atraídos por un entretenimiento tratan de justificar ese imperdonable desliz esbozando teorías sobre la hondura que se esconde tras un manto de superficialidad. Yo personalmente tolero más al Tarantino de Pulp fiction que al que se mete en jardines históricos como el Holocausto o la esclavitud. Puedo entender al director Spike Lee cuando afirma que no piensa ir a ver una película al estilo de Sergio Leone sobre sus antepasados. Hay cosas para las que uno no tiene humor. Cada cual tiene su límite, condicionado por las desgracias de la vida personal que en ocasiones están ligadas a un horror colectivo. A muchos de nosotros nos costaría disfrutar de un spaghetti western del terrorismo, ¿no?
Este es un asunto incómodo. Para Tarantino, que presenta un espectáculo caricaturesco de la violencia y, por tanto, se ve perseguido siempre por la misma irritante pregunta. Es así, cada entrevistado tiene una pregunta que le martiriza de por vida. Pero también es una cuestión desagradable para aquellos que no tenemos demasiado aguante como espectadores de lo sangriento. Es ficción, nos recuerda el director. Lo sabemos. Él está en su derecho a expresarse como le plazca; sus fans, a aplaudir; sus hagiógrafos, a ensalzarlo. Pero de igual manera que se da por hecho que hay películas que generan debates éticos, como La noche más oscura, o que hay ciertas series a las que se les otorga la cualidad de provocar tendencias estéticas; igual que es sabido que el seguimiento masivo de Holocausto impulsó el reconocimiento de una atrocidad o que La cabaña del tío Tom tuvo un impacto esencial en la percepción de los negros como seres humanos, ¿por qué el debate sobre la banalización de la violencia es un tabú? Nadie está cercenando la libertad de expresión de un creador cuando se trata de enfrentarle a un problema que sería cínico obviar. El problema son las armas, por supuesto. Obama está en ello. Y la salud mental. Pero también lo es una cultura que enfermizamente recurre a la violencia injustificada. Tenemos que hablar de eso, y hacerlo sin miedo a que genios malcriados como Tarantino respondan de manera tan violenta.
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