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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Corrección de excesos

Eliminar duplicidades y podar gastos no es ceder al radicalismo centralizador ni al soberanista

El saneamiento de las finanzas públicas exige poner fin a los excesos que se han cometido en el gasto de distintas Administraciones, no solo de las autonomías. Esas tareas urgentes deben diferenciarse bien de dos fundamentalismos: el de enrocarse en el centralismo y defender la reducción al mínimo del Estado autonómico, de un lado, y el de los que quieren exacerbar las tensiones soberanistas. El Estado de las autonomías es una fórmula de éxito y a nada conduciría la súbita concentración de competencias en un Estado unitario y elefantiásico, que podría ser aún más difícil de manejar y optimizar.

Pero tampoco se puede aplazar eternamente un proyecto de racionalización de competencias y servicios. Las estructuras autonómicas canalizan bastante más de un tercio del gasto público, de modo que volver grupas sobre lo actuado haría temblar los cimientos del edificio institucional. Tampoco es posible plantear a los ciudadanos la opción entre pagar el Estado del bienestar o pagar el Estado de las autonomías, como si uno y otro no tuvieran nada que ver: esa dicotomía es falsa. Servicios públicos esenciales se prestan a través de las autonomías, de modo que pretender una reducción sustancial del gasto en educación o sanidad equivale a cuestionar, en realidad, tales prestaciones o dar el volantazo hacia su privatización.

Asunto distinto es que la emergencia económica del presente exija correcciones urgentes. Un sector de la sociedad demanda la reducción del aparato político de las autonomías, sobre todo de los despliegues en personal o empresas públicas. La demanda se extiende al recorte de tamaño de los Parlamentos, operación aconsejable donde no encubra un ardid para reducir o suprimir el pluralismo. La emergencia exige replantearse también la necesidad de las diputaciones provinciales, la enorme cantidad de ayuntamientos y el número de ediles. Un país de tamaño medio no necesita cuatro niveles administrativos —Estado, comunidad autónoma, provincia, ayuntamiento— sobre todo si duplican servicios. Reducir un 20% de funcionarios y empleados de las administraciones públicas hasta 2020 sería un objetivo realizable sin medidas traumáticas, aparte de las que ya hay en marcha.

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Cualquiera que sea el mapa resultante, la clave es asegurar un control muy serio y profesionalizado del gasto público; en el Estado central, desde luego, pero también en las comunidades autónomas y en las corporaciones locales. El rosario de déficits ocultos, impagos o atribuciones de sueldos escandalosos a asesores o altos cargos alimentan la creciente desconfianza ciudadana hacia la clase política y la tentación populista de desprestigiarla.

Tampoco se justifican las tensiones independentistas. Añadir esa fuente de inestabilidad a la crisis no ayuda a resolver los motivos de descontento esgrimidos y contribuye a ensanchar la zanja de incomprensión. Las quejas desde Cataluña deben ser analizadas conjuntamente. Tiene que ser posible hacer frente a las emergencias y replantearse con calma la cuestión territorial en una futura reforma constitucional. Esa reconsideración sería la oportunidad de revisar la función del Senado, declarado cámara "territorial” desde 1978 pero que nunca ha jugado ese papel, ni recibido cuentas, ni discutido una evaluación precisa de los programas autonómicos.

En todo caso, ninguna operación duradera podrá hacerse sin el consenso y la lealtad entre los principales partidos, a cuya responsabilidad apelamos con firmeza desde estas páginas. A estos efectos, tampoco sería suficiente el consenso entre fuerzas de ámbito estatal: el respeto al espíritu con que se redactó la Constitución precisa también de la participación de los nacionalistas con mayor implantación.

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