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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Jugar con fuego

En su afán por retener el poder, los generales egipcios conducen a su país hacia el abismo

Si a un convulso Egipto le faltaba algún ingrediente para que la tensión llegara a extremos críticos, ese ingrediente es el retraso en anunciar, seis días después, el resultado de las elecciones presidenciales, cuya victoria reclaman tanto el aspirante islamista Mohamed Morsi como el candidato de la junta militar y ex primer ministro Ahmed Shafiq. La última semana ha bastado a los generales egipcios y a sus acólitos en el Tribunal Supremo para dar marcha atrás a lo avanzado en el curso del año largo transcurrido desde el derrocamiento de Hosni Mubarak, que aparentemente agoniza en un hospital.

En esa semana han quedado cegadoramente de manifiesto la irresponsabilidad histórica y la naturaleza dictatorial de la junta castrense que rige los destinos del país más importante del mundo árabe. Jueces nombrados por Mubarak han disuelto el primer Parlamento democráticamente elegido, dominado por los islamistas, y los generales, que nunca han dejado de controlar estrechamente Egipto, se han arrogado poderes tan extraordinarios —de hecho, una suerte de Constitución por decreto— que inevitablemente convertirán en rehén al presidente salido de las urnas.

Entre esos poderes decisivos secuestrados a la voluntad popular por unos militares que no se cansan de mentir sobre la pureza democrática de sus intenciones, figuran la capacidad de legislar, el control del presupuesto y la designación de la Asamblea Constituyente, cuyas decisiones podrán también vetar. Caso de que el vencedor de las elecciones sea el candidato de los poderosos Hermanos Musulmanes, sobre Egipto planea ya la ominosa incógnita de si Mohamed Morsi llegará a asumir una presidencia cuyas competencias reales son a estas alturas desconocidas.

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Contra todas las esperanzas suscitadas por la revuelta que acabó con el siniestro reinado de Mubarak, Egipto es presa hoy de un alarmante vacío político e institucional. La alianza entre militares privilegiados y paniaguados jueces, hijos e instrumentos ambos de un orden caduco e inmutable durante décadas, ha colocado al país norteafricano al borde del abismo y la confrontación. Pero a diferencia de épocas anteriores, la calle no es ahora un testigo mudo de los acontecimientos, sino su potente altavoz. A los espadones egipcios no les va a resultar fácil manejar a su antojo una voluntad popular traicionada.

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