Frustración y desencanto
Cada vez es mayor el número de ciudadanos que desconfían de la Unión Europea por su gestión de la crisis económica
A tenor de cómo se está gestionando la crisis económica en la eurozona y, en general, en el conjunto de la Unión Europea (UE) no es de extrañar que un número creciente de ciudadanos europeos haya reducido su confianza en las instituciones comunes. Cuatro años después de su emergencia, la crisis que tuviera su epicentro en el sistema bancario estadounidense se ha hecho ya completamente europea. Es en la eurozona donde se localizan los principales focos de inestabilidad desde hace años, sin que sus gobiernos o instituciones comunes hayan conseguido transmitir la mínima confianza en la aplicación de soluciones. El conjunto de la eurozona ya está formalmente en recesión y algunas de sus economías lo están de forma particularmente pronunciada, con tasas de paro verdaderamente escandalosas. En los países que comparten moneda las condiciones de vida empeoran año tras año, sus gobiernos asumen decisiones irracionales y no emergen compensaciones a los sacrificios exigidos a la población en muchas décadas.
Como han advertido diversas instituciones y analistas, la simultánea aplicación de políticas fiscales estrictas, lejos de favorecer la recuperación, acentuará la recesión, erosionando también las posibilidades de crecimiento potencial. La sequía crediticia que está acompañando a la creciente erosión en la calidad de los activos bancarios y la elevada tasa de mortalidad empresarial suponen un retroceso en los niveles de renta por habitante en toda la eurozona a niveles de varios años atrás.
Fuera de la UE, el escepticismo no es menor. Europa ha pasado a convertirse en la principal amenaza sobre el crecimiento económico global. La reciente reunión del G-20 en México evidenció la inquietud que proyecta la incapacidad de gobierno del bloque comercial más importante del mundo. También se explicitó la resistencia a cooperar financieramente para estabilizar los mercados de deuda pública en tanto los propios europeos no arbitraran soluciones y “cortafuegos” específicos. Los mercados se hacen eco de este fracaso. La inestabilidad no desaparece cuando los gobiernos hacen propósitos de anorexia presupuestaria. Los diferenciales con que cotizan los bonos públicos solo acusan esa suerte de placebo que constituyen las masivas inyecciones de liquidez del BCE. Los apoyos a los bancos pueden ser necesarios, pero son solo salidas provisionales a una crisis que exige demostrar que existe un gobierno europeo, una integración fiscal completa y una mutualización de las deudas públicas, como contrapartida a los sacrificios excepcionales que están haciendo algunos países, como España.
No es de extrañar que la prolongación de la crisis y la ausencia de salidas vaya acompañada de tentaciones crecientes de abandono de las instituciones. La exclusión del euro de alguna economía ha dejado de ser una hipótesis lejana. Pero es una muestra de manifiesta irresponsabilidad creer que la exclusión o fragmentación del euro no afectaría a la esencia del propio mercado interior, pieza básica de la arquitectura comunitaria. El empeño de las autoridades alemanas y de la Comisión Europea en imponer objetivos inalcanzables añadirá a la desafección y escepticismo de los agentes económicos, una sensación de frustración difícil de asimilar en el futuro, aun cuando sobreviva la moneda única tal como la conocemos.
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