La locomotora germana renquea
Alemania vive un buen momento económico, pero inquieta la baja inversión y el envejecimiento
La estación central de Berlín, a tiro de piedra del despacho de la canciller Angela Merkel y del Bundestag, parecía a última hora del pasado miércoles un lugar fantasma. En los andenes desiertos de trenes, unos pocos pasajeros miran con desesperación las pantallas que informan de retrasos sin fin. Otros esperan resignados en los bancos. Los maquinistas han paralizado Alemania durante toda la semana, en la huelga más dura protagonizada nunca por la empresa de ferrocarriles. Además de ocasionar unos costes estimados en 500 millones de euros, el sindicato GDL ha logrado poner en su contra a los dos grandes partidos que gobiernan en coalición y a la gran mayoría de los ciudadanos. Alemania, un país en el que los conflictos laborales suelen solucionarse en la mesa negociadora, se parece estos días un poco más a su vecina Francia.
El caso de la Deutsche Bahn no es excepcional. No solo porque últimamente hayan recurrido también a la huelga los trabajadores de Lufthansa, de las guarderías o de Prosegur, cuyo paro ha dejado esta semana sin efectivo a no pocos cajeros automáticos de Berlín. Las alzas salariales que ofrece la compañía de trenes —un 4,7% más una paga extraordinaria de 1.000 euros— ya no son una excepción en un país en el que la contención en los sueldos ha sido la norma. IG Metall, el sindicato más grande de Alemania, arrancó el mes pasado un acuerdo para que 3,7 millones de trabajadores metalúrgicos ganen un 3,4% más.
Después de que los salarios reales se mantuvieran en su nivel de los años noventa —y que, algo inaudito en Alemania, incluso disminuyeran entre 2004 y 2008—, el año pasado experimentaron la subida más importante de los últimos años. Este repunte, que también se explica por la baja inflación, cimenta la fortaleza del consumo interno, el indicador que más alegrías da en los últimos tiempos a los responsables de la política económica.
Pese a las buenas noticias, algunos economistas alertan de nubarrones en el horizonte. “Los salarios seguirán creciendo a buen ritmo este año y el próximo. Pero a medio plazo soy pesimista. La política salarial va ligada a la productividad de las empresas y por culpa de la baja inversión, no prevemos que esta vaya a mejorar sustancialmente”, asegura Marcel Fratzscher, cabeza visible del think-tank DIW y presidente del comité de sabios creado por el Gobierno para buscar ideas con las que fomentar la inversión, el crecimiento y la creación de empleo.
La actual bonanza está apuntalada por factores externos y coyunturales
La economía alemana vive, casi como caída del cielo, una pequeña era dorada. La gran joya de la corona de la década de Merkel al frente del país es el mercado de trabajo. Cuando llegó al Gobierno, se encontró con una tasa de paro de casi el 13%. Ahora está en el 6,5%. La caída del desempleo en la antigua RDA ha sido aún mayor, al pasar de casi el 21% al 9,5%. Los titulares que anuncian un récord de ocupados —ahora alcanzan los 42,3 millones de hombres y mujeres— son constantes. Distintas instituciones pronostican para los dos próximos años un crecimiento de la economía en torno al 2%. Y el Gobierno saca pecho porque por primera vez en casi medio siglo el Estado no contrae nuevas deudas, propósito que se ha comprometido a mantener en los próximos años. Todo parece ir bien en Merkelandia.
Pero los expertos alertan de los riesgos que se esconden tras los “paisajes florecientes” que el antiguo canciller Helmut Kohl prometió a los alemanes del Este antes de la reunificación, y que la mujer que él eligió para ocupar la cuota femenina y germano oriental de su Gobierno parece haber logrado. La primera objeción es evidente: la actual bonanza se fundamenta en factores externos y coyunturales. El bajo precio del petróleo —que ha caído a la mitad en los últimos 11 meses— y la debilidad del euro han funcionado como un plan de estímulo sin necesidad de gastar un solo euro. Un programa especialmente beneficioso para una economía como la alemana, que tiene que comprar en el exterior gas y petróleo, y que al mismo tiempo exporta bienes de consumo e industriales.
Los riesgos parecen claros, pero el diagnóstico —y sobre todo las soluciones— difieren según el interlocutor. Los economistas más ortodoxos alertan de las reformas demasiado socialdemócratas que ha puesto en marcha en esta legislatura la gran coalición que gobierna el país: el salario mínimo de 8,5 euros por hora que entró en vigor a principios de año, y sobre todo el adelanto de la jubilación para algunos colectivos a los 63 años.
“Con su política expansiva, el Gobierno está malgastando los éxitos de competitividad que la economía ganó con la Agenda 2010 [el plan reformista que puso en marcha el canciller socialdemócrata Gerhard Schröder en 2003]”, asegura Michael Hüther, director del Instituto de Economía de Colonia. “El crecimiento potencial de Alemania ronda el 1,25%. Este nivel bajo se debe sobre todo a la evolución demográfica, algo que se podría ralentizar poco a poco con más inmigración, un mercado laboral más flexible y jornadas de trabajo más largas. Pero el Gobierno va en una dirección equivocada”, añade Timo Wollmershäuser, responsable del coyuntura del ortodoxo entre los ortodoxos Instituto Ifo de Múnich.
El gran logro de la última década es el récord de ocupación y un 6,5% de paro
Pero las críticas a la política de Merkel y su ministro de Hacienda, Wolfgang Schäuble, no llegan solo desde los sectores más liberales. Fratzscher, un economista con buenos contactos en el Gobierno, les acusa precisamente de lo contrario: de no gastar lo suficiente. Los escasos keynesianos alemanes tampoco están satisfechos.
“Después de años de deterioro de las infraestructuras, el Gobierno tendrá este año y el próximo superávits presupuestarios de más de 20.000 millones de euros. Hay que gastar ese dinero para aumentar la productividad, no para reducir deuda o rebajar impuestos. La inversión es la prioridad absoluta”, asegura el presidente del DIW. El Gobierno reconoce la necesidad de invertir más, pero insiste en que se haga con fondos públicos y privados. Y el anuncio que a finales del año pasado hizo el ministro de Hacienda de aumentar en 10.000 millones de euros el gasto público entre 2016 y 2018 supo a poco. “Es una buena señal que Schäuble hable ahora también de la importancia de las inversiones. Pero es un cambio demasiado gradual. Faltan medidas concretas”, continúa Fratzscher.
El eterno debate en torno a lo que Alemania debe invertir y ahorrar siempre acaba en el mismo indicador: el gigantesco superávit por cuenta corriente que arrastra la primera economía del euro. En 2014 llegó al 7,6% del PIB y Bruselas prevé que este año alcance el 7,9%, en lo que supondría la quinta violación consecutiva del límite del 6% que establece la Comisión Europea.
Como ya hizo su predecesor en el cargo, el comisario europeo de Asuntos Económicos, Pierre Moscovici, asegura que Alemania tiene margen presupuestario para gastar más y empequeñecer así un superávit que supera incluso al de China. Al batallón de los críticos con el desequilibrio alemán se unen el FMI y EE UU. En un informe del pasado mes de marzo titulado de forma muy gráfica El reequilibrio de Alemania. ¿Esperando a Godot?, Simon Tilford, subdirector del centro de estudios londinense Centre for European Reform, asegura que esta situación es perjudicial para el principal protagonista y también para sus vecinos. “A Alemania no le interesa, porque el superávit por cuenta corriente supone menos consumo e inversión dentro de sus fronteras. Y, por otra parte, se ha convertido en un obstáculo formidable para la recuperación de Europa”, añade Tilford, que considera que Bruselas debería multar a Alemania por su reiterados incumplimientos.
Berlín, en cambio, defiende que esta gigantesca brecha entre lo que ingresa del exterior y lo que gasta es una prueba de la competitividad de sus empresas exportadoras. Por lo tanto, según esta visión, el Gobierno no puede hacer nada por evitarlo y además tampoco sería deseable. “El superávit no es responsabilidad del Gobierno. Es una consecuencia de la depreciación del euro que algunos tanto deseaban”, se justificó en febrero Schäuble.
Hace unos meses, un funcionario del Ministerio de Hacienda reconocía un tanto divertido la paradoja de que la política monetaria del Banco Central Europeo (BCE), que tantas y tan duras críticas ha cosechado en Alemania, esté ahora ayudando a la buena marcha de la economía. En una respuesta escrita a la pregunta de un diputado, el mismo ministerio cifraba en 94.000 millones de euros el dinero que el Estado se ha ahorrado desde 2008 gracias a los bajos tipos de interés impuestos desde el organismo que preside el italiano Mario Draghi.
Estas contradicciones a las que hace frente la superpotencia económica europea se explican por la necesidad casi existencial que siente Alemania de ahorrar. El progresivo envejecimiento de su población —que pasará de los 80 millones de ciudadanos actuales a unos 70 en 2060— es uno de los temas que más preocupan a sus responsables políticos, que insisten en mirar a largo plazo. La renuncia a emitir nueva deuda supone, según repite Merkel siempre que tiene ocasión, “dejar de vivir a costa de las generaciones futuras”. Porque las cosas ahora van bien, pero nunca se sabe qué puede pasar mañana.
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