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Columna
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El último brindis

Monika Zgustova

Conocí a Václav Havel en 1991, en el Ayuntamiento de Barcelona, donde trabajé de intérprete entre el entonces alcalde Pasqual Maragall y el presidente de la entonces Checoslovaquia, Václav Havel. Maragall me presentó a Havel como traductora de su obra literaria y de pensamiento: sus obras de teatro, sus libros de ensayo y Cartas a Olga, la correspondencia que Havel dirigió a su mujer desde la cárcel. Al oírlo, Havel se olvidó del mundo y empezó a interesarse únicamente por las soluciones lingüísticas que yo había encontrado para la traducción de sus textos. "Cómo pudo traducir usted estas cartas, ¡si son incomprensibles! Las escribí de tal manera como para engañar a los carceleros, pero para que mi mujer y mis amigos la entendieran. ¿Cómo se ha podido hacer comprensible esto para el lector español?", exclamaba en checo mientras el alcalde de Barcelona, que no entendía ni una palabra, sonreía con perplejidad, pero comprensivo, ante semejantes extravagancias de los intelectuales.

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Así era Havel: lo más importante para él eran las cuestiones intelectuales, lingüísticas, éticas y filosóficas. Toda su obra, desde sus primeros poemas visuales, llamados tipogramas, de los años sesenta, pasando por su obra de teatro vanguardista y sus ensayos de la época de disidente, hasta su última obra de teatro, están repletas de esas preocupaciones. A Havel siempre le ha interesado el experimento, el ir más allá de lo ya hecho y conocido, tanto en las páginas de sus libros y en los escenarios como en la silla presidencial: siempre necesitaba descubrir algo y, al mismo tiempo, descubrirse a sí mismo. Todo lo que Havel escribió va unido a su propia vida y a las circunstancias en las que le tocó vivir.

Llegó a escribir una considerable obra ensayística y una docena de obras de teatro, que nunca han desaparecido de los escenarios mundiales, ayudó a la "revolución de terciopelo" y la caída del muro del comunismo en 1989. Tras el establecimiento de la democracia, y una vez elegido presidente de Checoslovaquia y, luego, la República Checa, Havel hizo lo que pudo para establecer una escala de valores éticos en la sociedad checa, en contra de la tendencia al populismo y al capitalismo feroz que reina en los países postcomunistas.

Mis últimos encuentros con Havel, ya muy enfermo, tuvieron lugar en octubre de este año en Praga, en la fiesta de celebración de su 75 cumpleaños. Durante la fiesta tuve la suerte de charlar con él, con un vaso de vino en la mano, con el propósito de escribir un artículo para este periódico. Más tarde, el escritor apenas se mantenía de pie, pero saludaba emocionado a todos los antiguos amigos disidentes que le venían a saludar. Junto con él estaban sus compañeros de armas: el intelectual y periodista polaco Adam Michnik, el dramaturgo inglés de origen checo Tom Stoppard y la exsecretaria de Estado norteamericana, Madeleine Albright, además de muchos otros. La última vez que lo vi fue en Forum, jornadas que ha ido organizando a lo largo de una década y media y en las que reunía a los grandes intelectuales de nuestro tiempo. Este año, el premio de economía se lo otorgó al economista Joseph Stiglitz y mientras lo hacía, se esforzaba para no toser; aún así hizo reír con sus bromas a la audiencia reunida en la sala. En la recepción que siguió pude darle la buena noticia de que mi traducción de su última obra teatral, La retirada, se publicaría en castellano. Con alegría, Havel brindó conmigo por el éxito de la obra en España.

Monika Zgustova es escritora checa residente en España y traductora de la obra de Havel al español.

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