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Columna
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Radicalidades, ordinarieces y destemplanza

Dice la RAE que es radical el "partidario de reformas extremas, especialmente en sentido democrático", pero no creo que Esperanza Aguirre y su consejera de Educación pensaran en esa acepción del diccionario cuando tildaron de radicales a los defensores de la educación pública. Ni creo que optaran por esa otra definición que describe al radical como un hombre de raíz. Quizá iban en busca de la acepción que, sin más, atribuye a alguien calidad de radical por su radicalismo. Claro que buscas el término radicalismo en el diccionario y te encuentras con esto: "Conjunto de ideas y doctrinas de los que, en ciertos momentos de la vida social, pretenden reformar total o parcialmente el orden político, científico, moral y aun religioso". Y ojalá ese radicalismo tan constructivo y tan ambicioso, que debería afectar a toda persona decente, fuera no solo el de los manifestantes que no gustan a Aguirre, sino el de la propia presidenta y su nerviosa consejera. Pero lo que ellas buscaban era tomar a docentes, indignados, liberados y a "los de la ceja" por extremosos, tajantes o intransigentes, que es lo que dice del radical el diccionario en otra de sus acepciones; la que más les gusta y la que más les cuadra a ellas mismas. Viene siendo costumbre de muchos conservadores llamar radical a todo aquel que no coincide con ellos en las ideas por muy ponderado que sea el adversario en la expresión.

Es costumbre de muchos conservadores llamar radical a quien no coincide con ellos

No parece, sin embargo, que la demagogia que se atribuye a los miembros del 15-M, seguidos con lupa en la primera manifestación contra los recortes por la consejera de Educación que los vigila desde el viaje del Papa, aflore en el discurso del profesorado y de los padres. Ni hay síntomas de que los liberados sindicales, que ha contado la presidenta en las mismas manifestaciones, por sí misma o con la ayuda de sus espías, calculadora en mano, sean tantos para llenar las calles o para elaborar por sí mismos los discursos de esta protesta. En todo caso, si la inspiración de esta rebelión contra la merma de la enseñanza pública fuera cosa de un movimiento callejero y unos liberados sindicales, añadidos unos intelectuales que la presidenta menciona con desdén, cabe preguntarse también quién inspira la actuación inmoderada, poseída por la simpleza unas veces y la vulgaridad otras de los portavoces gubernamentales. Porque en buena lógica cabe esperar más demagogia de un colectivo en lucha, y hasta es habitual si no legítimo que los manifestantes y los huelguistas la empleen, que de las autoridades que nos representan.

Y ahí está lo grave para una democracia en estertores; cuanta menos solvencia, simplismo, arrogancia y malas formas percibe uno en las autoridades elegidas, menos representados por ellos nos sentimos y más disgustados con sus conductas. Entre otras cosas, porque en las urnas no buscamos pirómanos sino bomberos y bien parece que estos gobernantes madrileños ante cualquier conflicto más que el diálogo busquen la confrontación y más que apagar los fuegos los alimenten. El desprestigio de los políticos es lo que se consolida con actuaciones como estas, y en consecuencia cuanta más justificación tiene aquello que se pide a la autoridad desde la calle más identificados nos encontramos los ciudadanos con los que gritan bajo los balcones de los que nos gobiernan y reciben insultos de sus gobernantes. Es intolerable que ante los problemas de la Comunidad quienes tienen que solucionarlos se conviertan ellos mismos en problema. Hasta tal punto que si los riesgos que corre la educación pública, más allá de los horarios del profesorado, no fueran los que son, se diría que han conseguido ocultar el debate con dimes y diretes de corrala. Porque lo asombroso es que el lenguaje de vecindonas con indirectas, descalificaciones y motes provenga más de quienes descuidan la dignidad institucional y ponen en riesgo la personal que de quienes protestan en la calle. Y acaso por eso quiera la presidenta que dimita el ministro de Educación, que no alienta la huelga sino que solicita templanza, sin que piense ella en dimitir por falta de temple.

Pero es inútil pedir la dimisión de la presidenta. ¿Para qué? Lo suyo no es sino un ensayo de lo que se nos viene encima con el Gobierno de Rajoy, cuyo comportamiento es probable que esté en la misma línea. Y acaso por eso la consejera madrileña repasa ahora con todo cinismo los fracasos de Rubalcaba cuando fue ministro de Educación, sin que se tenga memoria del más mínimo acierto de su jefa en ese ministerio y mucho menos de que Rajoy diera un palo al agua al pasar por allí. Pero la última de las simplezas o alarde de cinismo es decir que las protestas y las huelgas en la enseñanza son políticas. Como si las motivaciones de esos paros no fueran políticas ni ferozmente políticos los propósitos del Gobierno madrileño.

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