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Columna
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Matrimonios semifelices

Hay matrimonios felices y matrimonios desgraciados, pero los que más abundan son los que no son ni felices ni desgraciados. El gran éxito norteamericano de Pamela Haag con su libro Marriage confidential radica en que después de haber entrevistado a más de 2.000 parejas casadas a lo largo de Estados Unidos ha concluido que se aburren tanto con su cónyuge como no habrían imaginado nunca pero, a la vez -y este es el punto- no se sienten tan desdichados como para decidir separarse.

Con este talante flotan, no sin dificultades, millones de esposas y maridos que incluso en los treinta y tantos, envidian la "libertad" de sus amigos solteros. No se trata, en fin, de que se lleven mal o muy mal. Lo peor es la diferencia que experimentan entre el romanticismo de la relación en sus primeros compases y el tedio que se ha colado por las fisuras de la convivencia como las pelusas por los pasillos.

Se vive atado a una pareja a la que no se quiere matar pero tampoco se muere de amor por ella

Bertrand Russel en La conquista de la felicidad alertaba (¡ya en los años treinta!) sobre los peligros de querer mantenerse en una excitación permanente propia del talante que introdujo la sociedad de consumo desde la II Guerra Mundial en Europa y desde los años locos en Estados Unidos. El mandato de "divertirse hasta morir" (Amusing ourselves to death. Neil Postman. Penguin Books. Nueva York, 1985. Divertirse hasta morir. Ediciones de la Tempestad. Barcelona, 1991) es ahora la orden que se opone al más o menos ordenado discurrir de la vida diaria en los casados.

Hallar entretenimientos aquí y allá, novedades y sorpresas ha sido la regla general en la sociedad de consumo durante la vistosa prosperidad y cuya cultura bullía sobre el nervioso afán de sumar una diversión a otra y una recompensa a la siguiente en vistas de que ya se tenía poco en cuenta los beneficios del más allá.

El matrimonio, sin embargo, viene a ser el envés de este proyecto convulso o aventurero. Su proceso natural conduce, tarde o temprano, de lo estimulante a lo anestésico. El gusto por conversar y contar nuestros asuntos al otro decae hasta crear unos silencios tan vacíos como tristemente paralelos. Ni el otro ameniza nuestra vida con sus puntos de vista ni sus puntos de vista conservan el primer brillo de sus ojos. Más bien una línea taciturna pasa de un extremo a otro de la mesa, de un punto a otro del diván o de un lado a otro del lecho conyugal.

¿Una tortura? No llega a ser torturante pero se parece, empieza a ser una tabarra. Alejandro Dumas decía que el matrimonio representa una carga tan pesada que se necesitan dos personas para soportarla pero, a menudo, incluso tres.

Los matrimonios semifelices se pueblan de infidelidades y algunos se separan pero nunca en la proporción que correspondería a su desgaste. No pocos matrimonios desencantados mantienen el pulso por razón de la estabilidad que les proporciona ese vínculo y que no es, desde luego, desdeñable. Mejor, se dicen, la serenidad que lo sublime. Mejor la casamata que la vida a salto de mata.

Entre ellos además puede haberse creado una holgura suficiente para que la mutua respiración no ahogue. La excesiva contigüidad, los planes, los proyectos y las distracciones, siempre juntos, allanan la pasión y son proclives, además, al enervamiento.

Sentirse atado a la pareja, a una pareja que no se quiere matar pero tampoco se muere de amor por ella, es el modelo más común de las vidas maritales o matrimonios semifelices.

¿Bueno? ¿Malo? ¿Regular? Hoy, sin tantos hijos que atenúen y amenicen, como antes, los contactos directos, sin la gran familia extensa donde se evacuaban las decepciones y los agravios, la vida en común se estrecha. ¿Se extingue? Es decir, ¿seguirá existiendo en el futuro esta clase de matrimonio? Probablemente, no en la misma proporción. Todas las novelas de hace apenas 50 años, por buenas que fueran, tenían pasajes aburridos que se toleraban como forraje indispensable de sus historias. Incluso novelas enteras, pesadas de principio a fin, se soportaban cumpliendo el deber moral de la cultura/culta.

Ahora, sin embargo, prácticamente todo en el cine, en la novela, en el videojuego o en el telefilme es acción y, cuando no pasa nada, ese tiempo muerto las descalifica. Los argumentos, en el libro o en la pantalla, han de brindar peripecias casi sin pausa y, si llega el caso, hacer saltar al espectador, en una agitación liberada del entendimiento y la razón y la causa. ¿Matrimonio semifeliz? No puede durar mucho esta fórmula porque al cabo ¿no sería incluso más acorde a nuestros días un combo y otro combo a la tumultuosa manera de Quién teme a Virginia Woolf?

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