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Reportaje:

La agonía del barrio chino

La zona de prostitución de Valencia se apaga

El barrio chino de Valencia tiene los días contados y sin embargo sigue coleando, como si tras décadas de actividad se resistiese a desaparecer. La concejalía de Urbanismo planea grandes proyectos renovadores para la zona: revitalizar el tejido urbano decrépito con viviendas y servicios para gente joven, prolongar la urbanización de línea cúbica y anodina que ya ha iniciado por la calle Recaredo; esponjando la zona con nuevas manzanas y plazuelas de dudoso gusto; edificios anodinos, jardines resecos, un minúsculo espacio de juegos infantiles, ausencia de árboles, bancos públicos de tamaño gigante en plazas que semejan un patio de escuela y donde nunca hay nadie; todo en los alrededores del único mercado público de prostitución y drogas que queda en el casco histórico.

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Los vecinos no dejan de clamar contra el surrealismo arquitectónico y social que sufre el barrio de Velluters tras la inexorable desaparición, a lo largo de décadas de abandono, de su tejido urbano original. Un espacio anárquico en el que conviven las nuevas familias con sus niños jugando en el parque infantil a pocos pasos de la marginación más ominosa.

Hay un grupo de mujeres apoyadas en los muros derruidos de un solar de la calle Maldonado; son ejemplo vivo de la globalización de la miseria y el desarraigo. Eslavas, árabes, subsaharianas y alguna que otra española pasan la mañana bostezando y entrando a los paseantes solitarios que atraviesan el barrio. Las más veteranas disponen de una silla de plástico para tomar el sol de junio. Hay un guarda coches africano que supervisa un improvisado aparcamiento a cuatro pasos de la avenida del Oeste. Es una frontera invisible, pese a que en la otra orilla aun queda un puti-club jurásico. "El Ayuntamiento está a un paso pero parece estar a kilómetros; nos tiene abandonados", protesta una vecina de la calle Maldonado.

El icono cutre del chino es sin duda la calle Viana. Los restos del barrio agonizan con lentitud como un anciano que se resiste a dejar este mundo. Los garitos de la calle Viana ya han sido cerrados, de manera que el tutilimundi putero se pasa la vida en la calle. Es un ritual diario que se anima en los fines de semana.

El tío Juaniche -nombre falso- es un viejo palanganero que se jubiló hace años. Tiene el aspecto del que le quedan cuatro telediarios pero sus ojos lo desmienten. Lo sabe todo sobre el sicalíptico lugar: "¿Se acuerda de las casas de gomas elásticas y lavativas? Eso sí que eran buenos tiempos. Me he tirado cincuenta años dando servicio de toallas y jabón a las chicas y clientes. Ahora ya ve, no queda ni una española, todas son extranjeras, las pobres. Aquí sólo vienen mirones tan viejos como yo y no se gastan un duro. Es una pena. Ya no hay negocio y la gente de los pueblos va a los clubes más finos".

Aquí, en los últimos días del chino, las patrullas policiales no descansan. Una unidad de policía secreta se ocupa de controlar la zona. Los habituales se conocen el coche de los señores. Dos hombres y una mujer. Frenan en el epicentro del mogollón humano y charlan con la dueña de un local. Aquí hay mucho soplón que informa de robos y sirlas.

Las mujeres son reacias a hablar, sobre todo las inmigrantes; las hay mayores de cincuenta años y esas son más valientes; sueltan la lengua con los ojos moviéndose de lado a lado por si llega el maromo de turno o la policía a pedir papeles, aunque eso es raro. La ley no suele molestarlas.

"Ahora hay mucho champiñón sudamericano, pero oye, yo no subo ni con negros ni con moros; vete cariño que me espantas los clientes. ¿O quieres un servicio completo, guapetón? Tienes pinta de pasmao". El servicio cuesta veinte euros pero la cosa puede negociarse.

La noche es otra cosa. Con menos vigilancia policial, es el momento de los traficantes y de las mujeres de la vida indígenas y por lo general drogadictas. Se las ve de madrugada asomándose a la avenida del Oeste con su aspecto destruido por el crack. Pueden conseguir una dosis por cinco euros. Hay pisos donde al lado de la habitación de la cama vive el traficante que suministra la droga.

Los subsaharianos, habituales de este negocio, han bajado mucho el precio de los narcóticos. Caballo (heroína turca y afgana) y crack (base de cocaína) son indisolubles a este agujero marginal de la urbe antigua. Ese mercado ilegal tiene los días contados, pero es lo que hay por ahora.

Y la calle Guillem Sorolla con sus autobuses de la EMT atronando y con sus emergentes comercios modernos parece de otro mundo. Pero el submundo está a la vuelta de la esquina y por eso, a petición vecinal, el Consistorio ha destacado un coche patrulla de la Local que permanece de plantón toda la jornada. No hay ley alguna que prohíba a las mujeres trabajar en la calle y aquí están ellas tratando de ser invisibles para el ciudadano de paso y muy visibles para el cliente potencial.

Hace pocos días, en la reunión periódica de la Junta de Distrito, hubo un enfrentamiento por el asunto de las mujeres del sexo. "Uno del PSPV atacaba la prostitución del barrio y otro del PP defendía el derecho a ganarse la vida de las prostitutas, ¿tiene gracia no?", comenta uno de los asistentes a la reunión.

Son las tres de la tarde de un día cualquiera y un subsahariano traficante se apalanca en el chaflán de las calles Viana y Torno del Hospital y las prostitutas animan a los mirones a subir al catre. A muy pocas calles las marujas hacen la compra y los chavales juegan en el parque de la zona ya remozada. Son los últimos días del barrio chino, pero sin prisa.

Una de las calles más concurridas del barrio de Velluters.
Una de las calles más concurridas del barrio de Velluters.JOSÉ JORDÁN

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