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Cajas, ¿la desamortización del siglo XXI?

En el siglo XIX, la tierra. En el último tercio del siglo XX, la empresa pública. Respetando las diferencias de cada caso, fueron objeto de operaciones políticas de gran trascendencia: una "desamortización" que se proponía liberar recursos de capital y entregarlos al mercado para beneficio general. Lo que parecía claro en la intención, lo fue mucho menos en el resultado. Vale la pena recordarlo cuando en el arranque del XXI, las cajas de ahorros aparecen como objeto de una tercera desamortización.

La desamortización de la tierra -desde finales del XVIII hasta bien avanzado el XIX- pretendía la transformación de una sociedad atrasada. La resistencia de la Iglesia a la confiscación de su patrimonio acaparó la atención de contemporáneos e historiadores. Quedó en la penumbra que una parte muy sustantiva de lo incautado correspondía a bienes comunales arrebatados a los Ayuntamientos y otras entidades locales. Los promotores ilustrados de la desamortización entendían que una distribución de la propiedad agraria entre los campesinos pobres tendría efectos positivos en lo económico y en lo político: configuraría una estructura de la propiedad semejante a la de los países más avanzados y liberaría energías para el progreso colectivo. Pero la gestión de la desamortización no se propuso una distribución equitativa de la propiedad: apuntó a obtener los máximos ingresos para la Hacienda pública y del modo más rápido. Los tenedores de los títulos de deuda pública pudieron utilizarlos para adquirir tierra desamortizada: estaba claro que entre ellos no figuraban los campesinos pobres o los jornaleros.

España opta por entregar esta banca social al capital privado

¿Qué resultado produjo aquella gran operación? El dictamen de los historiadores es concluyente. No alteró la estructura de la propiedad (Herr). Cambió de manos, pero respetó o incluso acentuó el latifundismo en las zonas meridionales sin modificar demasiado la propiedad en otras regiones. En boca de un autor de talante liberal, "las víctimas de la desamortización fueron la Iglesia, los municipios y los campesinos pobres y proletarios agrícolas" (Tortella). Tampoco avanzó la sociedad española. Con la desamortización se desaprovechó una oportunidad histórica, agravando desigualdades sociales y provocando violentos conflictos agrarios hasta la misma guerra civil de 1936.

Salvando lo que haya que salvar en toda analogía, la privatización de la empresa pública en el último tercio del siglo XX siguió también un curso discutible. Movidos por el doctrinarismo neoliberal y por la necesidad de recaudación, los Gobiernos de Felipe González y de José M. Aznar "liberaron para el mercado" a empresas públicas o participadas por el Estado: Endesa, Repsol, Telefónica, Tabacalera, Iberia, Aldeasa, Argentaria, etcétera. También y especialmente las que obtenían resultados positivos. Uno de los argumentos esgrimidos fue la necesidad de favorecer la competencia libre, asegurar una mayor eficiencia y con ello beneficiar a los usuarios. ¿Ha sido este el resultado? No parece que tales privatizaciones hayan liberado a los ciudadanos-consumidores de la posición dominante de los grandes proveedores. No han transformado de modo sustancial su carácter oligopolista. Y el gobierno interno de estos "latifundios" industriales y de servicios tampoco da ahora muestras espectaculares de mayor transparencia y responsabilidad ante usuarios, stakeholders y pequeños accionistas. Buena lección tal vez para prepararse para nuevas privatizaciones en lo que queda del sector público.

Con la reforma de las cajas, parece llegar una "tercera desamortización". La gran crisis exige ahora operaciones de salvamento para algunas cajas, aunque no para todas ellas. Pero, a diferencia de la nacionalización temporal de la banca privada emprendida en Reino Unido o incluso en Estados Unidos, España opta por entregar esta "banca social" al capital privado. Percibidas por algunos como una anomalía del capitalismo financiero cuando en realidad suplían algunas de sus carencias, las cajas han sido objeto del asedio continuo de sus competidores: la banca privada. Es cierto que en algunos casos han sido también víctimas de sus propios errores. O, mejor, de los errores de algunos de sus responsables, seducidos por prácticas y modelos de una banca mercantil contra la que competían. Es esta banca -española o internacional- la que ahora espera reforzar su posición oligopolista con la "desamortización" de las cajas. Con ella es previsible la evaporación de su aspecto social que no se limita a la "obra social", sino que se extiende a la prestación de servicios financieros a sectores poco atendidos por otras instituciones.

De la información disponible, se desprende que entre los responsables actuales de algunas cajas hay quienes no renuncian a salvaguardar su carácter y objetivos característicos. Les honra. Me pregunto, sin embargo, si han intentado movilizar el apoyo ciudadano -y no solo el de algunas élites- que pudiera reforzarles en la dura batalla entablada. Porque no se trata de una disputa entre expertos financieros y económicos que sostienen propuestas técnicas diferentes. Es una batalla política con consecuencias que recaerán sobre toda la sociedad y, especialmente, sobre los sectores populares. Tratados solamente como clientes o como impositores, no se ha trasladado a los ciudadanos todo lo que se juega para sus intereses en esta nueva "desamortización". Se ha olvidado así un aliado imprescindible cuando se ventilan asuntos políticos en el sentido más genuino del término. ¿Estamos a tiempo de corregir este olvido?

Josep M. Vallès es catedrático de Ciencia Política (UAB).

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