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Columna
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Un Estatuto perverso

Francesc Valls

¿Qué diferencia hay entre una oficina de la Agencia Tributaria andaluza y su homóloga catalana? ¿Qué distingue las relaciones de bilateralidad Estado-comunidad que propone el Estatuto de Baleares de las que apunta el de Cataluña? ¿Cómo juzgar las similitudes entre el Estatuto valenciano y el catalán sobre las competencias en materia de justicia? ¿Cómo valorar el increíble parecido del capítulo de derechos y deberes del texto autonómico andaluz y el del catalán? ¿Cómo analizar que la abogacía del Estado encuentre 40 artículos del Estatuto catalán -30 de ellos recurridos ante el Constitucional- idénticos a otros tantos del andaluz no recurridos? La respuesta a todas estas preguntas es sólo una: un Estatuto -el catalán- está recurrido por el Partido Popular y los otros, en cuya elaboración ha participado el PP, no. La única explicación debe de ser que el Estatuto catalán es intrínsecamente perverso, a juicio de los populares.

El magistrado Aragón puede estar satisfecho. Como dijo el presidente Montilla, el Estatuto lleva 1.346 días en vigor y "no ha roto España"

El PP ha llevado su política de doble rasero a extremos insólitos. De hecho, está manteniendo a tres magistrados del Constitucional tres años más allá del vencimiento de su mandato, que concluía en 2007. Ha recusado a un miembro del alto tribunal -Pablo Pérez Tremps, del sector progresista- por haber colaborado en un informe, en época de CiU, que pudo tener incidencia en la elaboración del texto estatutario. En la práctica, la táctica de algunos magistrados del sector conservador se ha asemejado a la de los hetairoi, la ágil caballería macedónica, a la espera de asestar el golpe de gracia cuando la falange de Filipo -el PP- hubiera acorralado al enemigo. Es difícil hallar otra explicación. De otra manera no se comprendería la tenaz oposición a considerar el recurso de la Abogacía del Estado, que advertía que algunos artículos recurridos del Estatuto catalán eran idénticos a otros no recurridos del andaluz. El anticatalanismo se enmascara. A veces se disfraza de constitucionalismo.

Otro ejemplo: el PP presentó en 2006 más de cuatro millones de firmas para pedir un referéndum con la pregunta "¿considera conveniente que España siga siendo una única nación en la que todos sus ciudadanos sean iguales en derechos y obligaciones, así como en el acceso a las prestaciones públicas?". La referencia era, lógicamente, al Estatuto catalán. Finalmente no hubo tal consulta, pero la campaña de agitación realizada en buena parte de España ahondó en un gran sentimiento de desconfianza respecto a la imagen poco menos que excéntrica de los ciudadanos que viven en Cataluña.

Al pecado por acción del PP hay que añadir el de omisión del PSOE. Los socialistas españoles no han hecho sus deberes de relevar a los magistrados -en este caso la presidenta del TC, María Emilia Casas- que ya agotaron su mandato en 2007. El dictamen progresista derrotado el viernes, realizado por Elisa Pérez Vera, pasaba a fondo el cepillo por el texto estatutario (14 artículos fuera y 20 retoques), más allá incluso del lustre constitucional que tanto se jactaba de haberle dado Alfonso Guerra durante su tramitación en las Cortes. El federalismo del que hacía gala José Luis Rodríguez Zapatero al llegar al poder ha quedado tocado. El proyecto estatutario catalán, que ha actuado como buque rompehielos de la segunda reforma autonómica española, no ha contado con el aliento y la comprensión de la izquierda hegemónica, quizá por sus inicios convulsos. El PP ha llevado claramente la delantera política en un proceso en el que el PSOE ha sido arrastrado por la corriente. El corolario digno de toda esta historia es la desafección que genera la inseguridad jurídica de estar cuatro años con una sentencia pendiente sobre una ley orgánica que debe regir buena parte de los destinos de los catalanes.

El magistrado (progresista) Manuel Aragón, que el viernes votó con la mayoría conservadora, puede darse por satisfecho por la fuerza de los hechos. Su rechazada aportación al texto, "la indisoluble unidad de la nación española", es una realidad. Como dijo tras conocer el quinto fracaso del Constitucional el presidente José Montilla, el Estatuto lleva 1.346 días en vigor "y no ha roto España". El Parlament ha aprobado 40 leyes que cuelgan del impugnadísimo texto. Las competencias previstas se han ido traspasando. No se han instalado fronteras en el Ebro y se puede circular libremente, sin salvoconducto, por todo el territorio. En estos cuatro años no ha habido plagas bíblicas y, por supuesto, no ha sido necesario construir un templo expiatorio para el perdón de los pecados de una ciudadanía que refrendó un texto creyendo, erróneamente, que era constitucional.

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