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La Gran Vía cumple un siglo

La zona oscura de la centenaria

Las calles aledañas a la avenida principal permanecen ajenas a la celebración y mantienen su trasiego de prostitutas, mendigos y vendedores de droga

Los carteles de conmemoración se balancean sobre las farolas. La Gran Vía está de fiesta. Pero sus vecinos no se han dado mucho por aludidos. Ni las personas que cada día se buscan la vida por las calles que la seccionan. Hay mendigos, aunque no en la avenida principal. Un grupo de rumanos con barba y gorro de francotirador, aparentemente pertenecientes a un grupo organizado, ocupa con precisión geométrica casi todas las manzanas desde Callao hasta la plaza de España. Piden limosna en un vaso de plástico. Y ninguno se pregunta la razón por la que hay, todavía, muchísimas más personas de las que habitualmente transitan por el corazón de la ciudad.

Tampoco los vendedores ambulantes, los descuideros e incluso los pintorescos personajes que pululan de habitual por la zona, incluidos sus rockeros deambulantes. Sólo se han desplazado algunos metros, un poco más hacia arriba. O un poco hacia el abrigo de las callejuelas. Los agentes se ocupan del tráfico. Nada de seguridad.

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"¡Corre, corre, que han dicho en la televisión que esto empezaba ya!". Son una pareja de mediana edad. Y tienen prisa. Suben por el primer recodo de la Gran Vía desde la plaza de España. Las autoridades, los periodistas y los policías se amontonan justo al otro lado de los 1.300 metros que mide la centenaria calle. La pareja, que viene desde Alcorcón, no está especialmente conmovida por el cumpleaños de la avenida. Pero quieren ver "a los Reyes, que nos gustan mucho". Eso es principalmente por lo que hay mucha más gente. Muchísima. Tanta que es imposible moverse.

Decenas de prostitutas, muchas más que a la caída del sol, ocupaban su lugar en la calle del Desengaño y cercanas. De hecho, varias encuentran clientela con facilidad y así una chica joven con la cara picada se marcha del brazo de un hombre mayor y se mezclan con la multitud fervorosa que está en la calle del cumpleaños. También permanecen allí los orines y líquidos diversos que han dejado los camellos de pasta base de la calle del Barco. Eso sí, los cartones en los que algunos dormían han desaparecido. En la plaza de Soledad Torres Acosta, el paisanaje también es el habitual. Grupitos de hombres bebiendo vino en cartones. O hablando en corrillos sin actividad aparente. Algunos, vigilando las esquinas. Como todos los días.

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"Los del barrio hemos huido. Esto es un follón y la gente no viene por la Gran Vía, sino por lo de los Reyes", dice un vecino de la cercana calle de Valverde. "Mi madre y mis hijos se han ido a hacer la compra a otro lado para quitarse este mogollón", explica Sara, una mujer acodada a la barra de un bar de la calle de las Infantas. "Los secretas llevan audis, tío", se oye comentar a unos chavales de la zona que están en el cruce con San Bernardo. Es como si a las fiestas del pueblo no hubiesen asistido los naturales del pueblo, sino gente de otras ciudades. Un hombre joven con una niña muy pequeña de la mano confiesa que todo le parece una "tontería que no muestra para nada las carencias y la realidad de esta zona".

De hecho, hay gente, como el ecuatoriano Leonel, que ha aprovechado para traer a su hijo, de seis años, y una cámara de fotos bastante grande. Y junto a esas cámaras de madrileños, las de los turistas de siempre, los consuetudinarios, que preguntan en sus idiomas a los agentes municipales qué cosa sucede.

Precisamente, los agentes regulan el tráfico. Pero no de coches, sino de personas. Y lo hacen gritando como las antiguas vendedoras de pipas: "¡A cruzarrrr!". O "¡A pararrr!". La comitiva de autoridades ya se ha marchado. "No se ha visto nada", se queja Jessica. Ya se marcha al metro. "¡A cruzar!". Y se aleja junto a la cada vez más dispersa multitud.

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